miércoles, 30 de mayo de 2012

La administración del fuego: dos lecturas

El pasado viernes 25 de mayo, durante la presentación "sorpresa" del libro La adminiatación del fuego de Jorge Nuñez, dentro del ciclo de poesia Bueno Zaire, coordinado por Patricio Foglia, dos capos (Diego Materyn y  Juan Pablo Bonino) leyeron los textos (a mi entender, dos perlas literarias) que copio a continuación.




¿Qué revelaciones traerá la noche?

No hace falta llevar la cuenta. En estas setenta y siete páginas, la palabra ‘noche’ aparece varias veces, muchas veces, lo cual sin interpretar demasiado nos empuja a hablar de un libro nocturno. ¿Y de qué noche se trata? ¿De la simple franja horaria que media entre un día y otro día? ¿De la noche vacía y constante del hiperespacio? ¿La verdadera noche oscura del alma, donde, según Fitzgerald, son siempre las tres en punto de la mañana?
Tendrán que disculparme. Se me metió en la cabeza. No puedo dejar de ver en los poemas de Jorge Núñez una escritura que habla de la escritura, del acto mismo de escribir, de estar escribiendo, pasar un rato con la conciencia agazapada, frotando el lenguaje contra la realidad o contra sí mismo hasta sacarle alguna chispa. Oigo una voz que parece hablar de la noche como si ésta fuera suya, y creo que efectivamente lo es: la noche del poeta, noche privada, construida por él mismo a base de una espera... delicadísima. Así por lo menos leo yo uno de los poemas que abren el libro:

de murciélagos
que se hacen los muertos
para vivir
aprendí a esperar
a ver qué decide
sobre mí la noche
quieto tendido
como la empuñadura de un arma

Estado de atención (alguien escucha los ruidos de una casa vacía), de alerta minuciosa que exige ante todo quietud y silencio, otras dos palabritas que reaparecen a lo largo de estas páginas. Por otro lado, habla una voz. ¿De qué clase? Tal vez sea parsimoniosa, contenida, por momentos cavernosa y terrible, pero no nos olvidemos: es una voz en éxtasis, fascinada y espantada por su descubrimiento: el estado de escritura, una actividad que es también un lugar (pero fuera del espacio) y es también un tiempo (pero fuera del horario). Está fascinada por su propia capacidad de ejercer la paciencia. Está espantada como un chico que vuela de fiebre por primera vez y piensa “esto también soy yo”. Y para colmo está solo, solo, solo, sin grupos de gente alrededor y ni siquiera el recuerdo de una compañía, porque esta condición, para el poeta, es indispensable en su calidad de esperador. Es que no basta quedarse solo para alcanzar la soledad. A la soledad hay que perfeccionarla. Apretarse en un nicho donde quepa una sola conciencia. Esta carta de Rilke podría haberla escrito Jorge: “hace semanas que no pronuncio una palabra; al fin, mi soledad se cierra, y estoy en el trabajo como el carozo en el fruto”.
Los poemas de Jorge tienen para mí una virtud alucinante: dan ganas de ponerse a escribir. No para pedirle prestado un tema o copiarle una fórmula, sino porque acercarse su libro a la nariz es ya sintonizar con ese, llamémoslo así, estado nocturno que propone, y que no es sino un estado de atención receptiva a los menores movimientos del espíritu. Leemos, y ya estamos a un paso de estar escribiendo nosotros. Con el libro de Jorge en una mano y un lápiz en la otra nos volvemos ese francotirador del poema Las armas, aquél que tiende frente a sí un reguero de silencio y se dedica a esperar, insomne. (Habría que inventar el cuaderno y el lápiz que permiten escribir bajo el agua, para aquellos que únicamente bajo la ducha se admiten solos.) ¡Quién hubiera pensado que una espera podía cultivarse tanto! Es que tal vez haya palabras que aprendimos de niños y en las que aún se puede, aún hoy, descubrir un nuevo pliegue. ¿Hasta dónde puede significar una palabra? Esperar... esperar... esperar. Según Kafka, por la impaciencia perdimos el Paraíso, y por la impaciencia es que no volvemos a él. ¿Andará por ahí la ambición de Jorge y de todos los escritores que aguantan sin parpadear? ¿Recuperar algunas gotas del rocío del Edén? ¿Qué revelaciones traerá la noche? En el poema Otro incendio se dice esto: “llegar a ver entre rendijas / (una sola vez y para siempre) / la luz inescrita que se reduce a cero.”
Y parece que algo vio. Las secciones cuarta y quinta (Esquirlas y Corazonadas) son las más luminosas del libro. Antes, el poeta se vistió de minero, de marinero y de soldado, acostumbró sus ojos a la oscuridad y sus oídos al silencio, bajó a regiones subterráneas y se internó en montañas de basura. Ahora vuelve atiborrado de hallazgos, pepitas de belleza que hacen guiños sin que nadie las mueva. Y si no miren, miren este árbol que es y no es de este planeta:
recuerdo un árbol
recortado en el horizonte
y con estruendo su copa
desintegrarse en el vuelo
de cientos de pájaros espantados
fue la primera vez que vi
a un espíritu abandonar su cuerpo

Veinticuatro quilates de belleza, tan pura y concentrada que hasta una coma o una mayúscula podrían estropearla. Objetos de este mundo, pero vistos por dos ojos acostumbrados a la oscuridad de otro. ¿Se puede volver a ver un colibrí de la misma manera, después de haber sido invitados a verlo desde la óptica de Jorge Núñez? Pienso que estas dos secciones del libro bien podrían subtitularse como algunos de sus versos. Por ejemplo: “El sol a veces nos ilumina” o “Buscadores de tesoros” o “Fascinados por el destello” o “Todos incandescentes”. En general, son poemas celebratorios, donde se hace patente la afinidad de Jorge con su amigo Osvaldo Bossi, maestro en detectar la fragilidad de la belleza y la belleza de la fragilidad.
Observo en el poemario un movimiento que va de la oscuridad hacia la luz, no en términos anímicos o morales, sino en la lógica de un proceso. Primeramente el poeta se acomoda, nos da cuenta de un sitio que lo deja perplejo y describe también esa perplejidad. Luego, la belleza. Todos partimos de un punto único hace miles de millones de años; la mirada ultraperceptiva advierte hoy los vestigios de aquella gran explosión (de allí las “esquirlas” del título). Pero da gusto volver atrás, releer las páginas “oscuras” donde el poeta está probando, excavando, zarpando al vacío, atento a lo que quiera traer la noche de altamar que él mismo invocó. A veces también invoca tormentas, y remolinos, y naufragios. Sobre esa experiencia extrema habla el poema Bitácora: “sobreviví con lo que tenía a mano / mi idea fue verter en la botella el mar”. En la botella el mar... ¿No es ésta una descripción perfecta del hermoso fracaso de toda escritura?

                                                                          Diego Materyn


El relámpago que huye

Estos poemas imaginan un espacio anterior a la música y al silencio, una arquitectura tallada a mano, en donde cada objeto que se nombra es inmediatamente velado, como si un ciego quisiera descubrirlo estirándose el párpado, y sin embargo lo único que hay son fragmentos de sombras que se deslizan y huyen. En estos poemas, la experiencia de lectura, se trastoca y se convierte, en un viaje donde se atraviesan largas distancias a una gran velocidad. Quizá se podría decir que los textos están cubiertos por una capa de hermetismo, pero cuando se desgrana cada poema en una relectura, lo que se advierte es una condensación de sentido maravillosa que elude el significado y sin embargo, lo apuntala. Por eso en uno de los primeros poemas dice: “quieto tendido / como la empuñadora de un arma”. En la estética que propone Jorge Núñez en La administración del fuego, hay un extraño equilibrio entre tensión y reposo que desemboca en algo que es difícil de atisbar. Quizá pueda ayudarnos a iluminar estos poemas y alejarlos de la oscuridad, aquello que dijo Pedro Salinas: “La poesía se explica sola; sino no se explica. Todo comentario a una poesía se refiere a los elementos circundantes a ella, estilo, lenguaje, sentimientos, aspiración, pero no a la poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto”.
Con un tono seco y agudo que tiene reminiscencias de impresiones de viaje, Jorge Nuñez construye poemas en cuyos pequeños universos se revelan aquellas imágenes que después de un tiempo de estar atesoradas en la memoria, vuelven a emerger para ocultar su significado, y poner en primer plano la imposibilidad de decir. Así en Lejos, dice: “no creí llegar nunca / a nada tan callado / ni que alguna forma de su herrumbe / me dijera decilo”. De este modo, estamos ante los límites que impone la inmersión en el lenguaje, por eso las imágenes en este libro relampaguean en el aire y a veces es díficil asociarlas a alguna acción narrativa, porque ésta, casi siempre está diluida por la fotografía que estalla en un primer plano. Hay un poema que tal vez ilustre lo que estoy diciendo: “está probado / que la luz y el sonido se distancian / a medida que atraviesan el aire / algo parecido pasa / cuando huimos por el estruendo / y nos quedamos atrás / fascinados por el destello”. Los poemas emanan una luz que se apaga apenas intentamos capturarla con el ojo, o quizá sea lo contrario, que el brillo que resplandece en los textos, haga del ojo un lugar enceguecido.
En este libro, la poética está ligada a una economía de la tala, como si buscara despojar a los poemas de cualquier elemento que no constituya su centro. Hay un extraño virtuosismo de la escasez, y de este modo, cada palabra adquiere una relevancia extraordinaria en una estructura que se tensiona y, a medida que se desmenuzan los versos,  revela una música muy personal. Así en Las hormigas, se lee: “en épocas de poda / la ciudad se cubre con la sombra / de los edificios más altos / abajo las hormigas / se agolpan en caminos estrechos / fervientes unas sobre otras / corren detrás de incontables mercancías / mientras tanto los árboles / se repliegan como discretos invitados / llevándose a las profundidas / lo mejor de nuestra primavera”. Acá, como en otros poemas del libro que son antológicos, se presenta un paisaje urbano, pero la mirada se posa en cada objeto como una máquina de registrar analogías, y así se despliega una imagen tras otra, hasta confluir en ese misterioro repligue final, donde también se acaba el poema, ya que todo ha sido, en un movimiento doble, arrasado y guardado.
A lo largo de casi todo el libro hay una percepción muy personal del detalle, algo así como si la tarea del poeta fuera descubrir los secretos efímeros que duran apenas unos segundos en la naturaleza, pero a diferencia de ésta, en la poesía, afortunadamente, el tiempo puede suspenderse, extenderse en una continuidad, y hacer de esa pequeñez, un universo formidable. De este manera, surge un modo de mirar cuya finalidad es detener aquello que huye. La quinta parte del libro comienza con un poema titulado Colibrí, lo cito: “lo dulce en el fondo / de la flor / no tiene desperdicio / pero llegar con una mínima lengua / aprovechar toda la oportunidad / el cáliz / sin tocar los pétalos / a duras penas alcanza / para reponer lo que se pierde / en el esfuerzo de mantenerse / en vilo / ese pico curvado no sabe cantar / no dice lo que arriesga / en su lucha aérea / ni explica qué lo sostiene / más allá de sus alas / todas esas cosas suspendidas / sobre la tierra / su denodada belleza / debatiéndose por permanecer”. En este poema los versos demoran la escena, la estiran, la vuelven infinita, como si se intentara distorsionar la fugacidad de un hecho breve y hacer de él, una larga película, porque es como si quisiera decir que la duración de un instante no depende del tiempo de los relojes, sino de la intensidad de la impresión y del vínculo que tengamos con ella.
Los poemas de este libro están construidos a partir del contrapunto maravilloso entre una sintaxis cristalina y de versos generalmente breves, junto a un hermetismo que por instantes se rompe y relampaguea, y prodiga la luz donde refulge el sentido apenas un momento, para después apagarse en la espesa oscuridad que los hace retornar al misterio.

                                                                     Juan Pablo Bonino

viernes, 25 de mayo de 2012

La gota que horada la piedra








(La pared, Irene Gruss, Editorial Nudista, 2012)


Sin lenguaje no hay poesía, o mejor dicho, no hay poema. Sin embargo, cada poeta tiende a cuestionar esta relación, de por sí, conflictiva. Como si el lenguaje de la poesía, con sus reglas particulares y con toda su tradición, fuera, al mismo tiempo, un puente y un límite. La posibilidad de decir, al fin, algo verdadero,  o una recaída cantada en los lugares comunes y en la retórica.  Si no me equivoco, la poesía de Irene Gruss, desde sus primeros libros hasta ahora, viene “torciéndole -como diría Denise Levertov- el cuello al cisne” buscando una verdad que fuera, no el espejo, sino el complemento de la realidad. Su contracara y, por añadidura, un monitoreo constante de sus contradicciones.
A veces esta búsqueda se resuelve como  tema. El poema El tono, por ejemplo, gira alrededor de a esa pequeña batalla que todo poema,  entre lo que alcanza a decir y lo que no, pierde y gana cada vez. Cito: Mi voz dice lo que no quiere decir, / mi voz tiene otro tono / lo que quiero decir no lo dice / dice otra cosa. / Lo que no digo a veces lo dice mi voz / o el silencio, el mío, lo dice pero / no se entiende.
Otras veces, aparece directamente a través de un estilo que sufre, en carne propia, su imposibilidad. No importa de lo que se esté hablando, la frase de golpe se detiene y da un paso atrás, como si sonara una alarma donde se le advirtiera: Cuidado, lugar común, tierra habitada por la retórica, palabra hueca, frase hueca, fiasco. Es algo así como un vade retro  pero no dramático, más bien cómico. O tragicómico. En todo caso, la falsa llave no se oculta. Queda, todo el tiempo, ante nuestros ojos. Como una evidencia de verdad  (de verdad negativa por supuesto, pero verdad al fin). Desde ese instante, el poema es un poema y es un anti-poema también. Como un lirismo que, sometido a esta prueba de verdad, saliera fortalecido.
Hasta acá todo bien. El problema es que cada tanto, Irene escribe pequeños libros terribles  e inclasificables como el que hoy, sin ir más lejos, me toca presentar. Libros en lo que se encuentra todo lo anterior, pero además un hermetismo formal y una franca intención simbólica en donde lo que no se dice es tanto, o más importante, que lo que se dice. Pienso en su libro El asma. O en ese otro, En el brillo de uno, en el vidrio de uno, donde se lee en uno de sus fragmentos: Hay algo que no se deja ver / lo que quiso verse y lo que no se quiso. Y enseguida agrega, a modo de comentario: Cierta cobardía hay / en ese progresivo / dejar de ver / o cierto cansancio / de la vista. Sin embargo, ese deseo de ver  “algo que no se deja ver”, a pesar del cansancio, sigue intacto en este nuevo libro de Irene Gruss.
Desde el vamos, el sencillo título La pared, es una promesa de realidad, y es una trampa: parece proponer la larga y minuciosa construcción de un objeto real a través del lenguaje, a lo Francis Ponge, o, para decirlo con sus propias palabras: “la necesidad de rectificarse a favor de un objeto bruto”. Lo curioso, es que  en la escritura de Irene Gruss se da esto, y también otra cosa. Y es ahí, en esa otra cosa, donde la subjetividad se vuelve una antena que desbarata cualquier intención objetiva. El resultado: fragmentos, notas al pie; enunciados incompletos o, que al completarse, muestran inmediatamente las hilachas de una verdad parcial, siempre escurridiza. Sobre todo, por la intervención directa del yo (interpelándolo, algunas veces) frente el objeto en cuestión. En este caso “la pared”.
El primer poema del libro, para que se den una idea, empieza así: Le hablo a la pared. / Hay quien escribe poemas / en un muro y luego se despide, tira / la carbonilla a un lado. / Lo mío es hablarle siempre a la pared.  Es una afirmación, sobre la propia escritura, bastante fuerte; pero a la vez es un señuelo, como si dijera: Los otros, gente saludable, cuerda, escribe sobre una pared, luego tira la carbonilla a un costado y sigue, nomás, con su vida. Yo, en cambio, le hablo a la pared. ¿Mi hablar, mi escritura es, por eso mismo, insensata? Puede ser. De todos modos, no se detiene y va por más. Haciendo una pequeña variación sobre este primer verso, agrega al enunciado una sola palabra, una palabra aparentemente secundaria, un simple circunstancial, y el sentido, de inmediato, se altera. “Lo mío es hablarle siempre a la pared” dice. Y ya este verso, la palabra “siempre”, es una cuña que modifica, hasta lo infinito, la primera versión. Y este no es un procedimiento casual. Todo el poema (cada palabra, hasta la más pequeña, la más insignificante, como creía Amelia Roselli) es puesta en entredicho. Como si el poema manejara dos registros a la vez. Un contrapunto, donde una dicción le llevara  la contra, contradijera, de alguna forma, lo que dice el enunciado principal. 
Y de hecho, esta pared que es la escritura, en el poema siguiente da un salto brusco y se convierte en algo completamente distinto. Al primer verso (le hablo a la pared) ahora se le agrega un paréntesis, y dentro de ese paréntesis, una cita del Cyrano de Bergerac, donde leemos: Es más bello porque es inútil. ¿Qué cosa? ¿Amar? ¿Escribir? El poema no dice nada, no aclara esta cuestión, sólo deja flotando esa figura enigmática, la del Cyrano de Bergerac, y las cartas que alguna vez escribió, sin objeto, o mejor dicho, sin sujeto, sin yo, ya que pasan por el cuerpo de Cristian -el agraciado amante- al suyo propio y su infinita des-gracia. Y toda esta carga semántica dejada al pasar, a través de una frase aparentemente inocente.  
El poema, en realidad, no avanza; gira alrededor de  un mismo eje semántico. Como si hubiera encontrado en la metáfora de la pared, un símbolo que pudiera explicar todas, o casi todas, las cosas del universo. Y en particular, esa idea del No —de una negativa esencial— contra la que chocan cada una de nuestras palabras y nuestros actos. Y  también, como no podría ser de otra forma, su anverso: “Si no existiera, no sabría qué cosa decir”. Y ahí nomás, otra vez, la variación, la vuelta de tuerca: Si no estuviera allí, no sabría, dice. ¡Qué pasó? La frase, la primera frase, se trunca. Choca, de lleno, contra una pared. Y ya no se trata de un hallazgo conceptual, que en poesía es nada o casi nada, sino, a mi entender, de un logro estilístico, ante el cual me pregunto: esa pared, esa manera tan particular de limitar el fluir del discurso, de interrumpir la frase, volantearla, como quien dice, a último momento ¿no es una de las características principales en la poesía de Irene?  
Otra sería el tono, la voz. Una sintaxis ralentada que disminuye el avance de las palabras, desacelera el ritmo, aprovecha cada corte de verso para darle al sentido un vuelco asombroso, inesperado. Algo que, por otra parte, ya estaba en el lenguaje, y que el lenguaje mismo, consciente de sus veleidades retóricas, termina por destruir.
Pero volvamos (si es que alguna vez nos apartamos) a los poemas. A los 18 fragmentos que componen, muy ordenadamente, uno detrás del otro, en páginas distintas, La pared. No quiero ser pesimista, pero el texto, a medida que avanza, se oscurece. Por ejemplo, en el fragmento 4, nos dice: Corro hacia la orilla, / lo que pensabas o simplemente veías / como mar / no era. / El mar es una pared, dices. Así nomás, concluyente. Es decir, sin ninguna metáfora que nos distraiga de la realidad, donde el mar es, al fin de cuentas, sólo eso: una pared. Una pared infranqueable y horizontal que el lenguaje, en todo caso, tratará de reproducir, con su mayor su crudeza. De yapa, un palo concluyente para la lírica, la vana lírica del mar y el grillo, que la poesía de Irene Gruss no deja, nunca deja, de interpelar.  De hecho, hay otro texto socarrón, magnífico, que continúa con esta idea. Dice: La gota que horada la piedra: / te amo clau / evita vuelve / boca putos racing / corazón. Más escueto que eso, imposible. Y sin embargo,  no existe ninguna duda: esta inscripción real, antipoética, sobre la piedra, horada la piedra. Destruye las cristalizaciones verbales que algunos confunden con la poesía. Te amo clau / evita vuelve / boca putos racing / corazón…  Dirán algunos que eso no es poesía. Bueno, no importa. Pero es la gota que horada la piedra, y con eso alcanza..
Todo el tiempo, la poesía de Irene Gruss busca horadar, a partir de cierta irreverencia, el murmullo eterno del No, que es más claro que al agua, y porque es más claro, para variar, es también más oscuro. Entramos, como quien dice, en una zona de luto.
Leo algunos versos del fragmento XVII, el penúltimo: Frente a esa pared, restos descansan, dice. / de quién, qué resta hablar / a la pared. Y luego, unos versos más adelante: ... Paráfrasis/ no volverán golondrinas / ni padres ni el benteveo que percute la divina partitura / haya paz / descansen, descansen en paz…Y más adelante: nada que lamentar / ni un solo quejido ahora, chito. Es decir, el gran No, el perfecto No que todo lo concluye, se levanta, como una pared de agua, ante nuestros ojos. ¿Qué hacer? Recuerden el primer verso: Le hablo a la pared, decía. Y “la pared” es todas las paredes, pero es esta pared sobre todo, cubierta con cal viva. Del otro lado, seguramente, no hay nadie, no hay nada. No importa: Es más bello porque es inútil, dice.  Si hasta el mar, que era mi última esperanza, es una pared…  Entonces, no hay escapatoria… ¿O sí?  Lo cierto es que a último momento, el poema da, una vez, un giro imprevisto y muestra, como en un pase de magia (nada por aquí, nada por allá) su anverso. Y lo hace, me temo, con una extraña mezcla de ingenuidad y de risita siniestra.
Son dos versos nada más. Voy a citarlos textualmente. Dicen así: Y si la enredadera perenne que cree en la pared / dijera ¡Cuidado, las paredes oyen! Sólo eso. Y con esa advertencia, redactada al borde del precipicio, el yo lírico se retira, como si todo, o casi todo, hubiera sido una bufonada. Quiero decir ¿qué nos queda? El poema se abre, y se cierra, y vuelve abrirse, como una realidad que niega lo que afirma y se deslumbra con su contrario. ¿Para no caer en la trampa de la verdad? ¿O en esa otra trampa, acaso todavía más agobiante, de la poesía como salvación? En cualquier caso, la escritura de Irene Gruss pone el palo en la rueda. Desacraliza la retórica. Ordena el mundo y lo desordena a su antojo, hasta dejarlo, como nos dice en un poema hermoso, que da título a su segundo libro, incompleto.
Si me permiten, voy a leerles ese poema que describe, mejor que nadie, ese principio de incertidumbre con el que cierra este nuevo libro, La pared, y que atraviesa toda su poesía. Dice así: El reverso del mundo plagado de / margaritas / ondulantes, iluminadas. / El mundo, tal como es / difícilmente pueda completar / la llegada a las / ondulantes margaritas. / ¿Quién necesita esa flores / quién se queda en describirlas / tal como están, allá lejos, / quién sabe cómo son esas flores? / ¿Y si no son margaritas? / ¿Y si no se llega / si no se completa el mundo?  
Ambos poemas, La pared, El mundo incompleto, terminan con un interrogante, cuyo centro es la fe. Sólo que en este, su último libro, deja abierta la posibilidad de que detrás de esa gran negrura, pintada a la cal, haya algo, alguien, oyéndonos. Entonces, cada palabra escrita sobre la pared, tiene sentido. Pienso, enseguida, en una fábula de Esopo, donde al final, la enredadera que conoce y ama a la pared como si fuera su Dios, se asoma y le dice, a la poeta, y también a nosotros, que leemos el libro: Cuidado, las paredes oyen!  

Osvaldo Bossi





miércoles, 16 de mayo de 2012

Daniel Oblitas: Con almendras y frutos raros de mi bosque




El pasado 11 de mayo, en la librería Otra lluvia, nos juntamos amigos y familiares para recordar a ese querido ángel limeño que fue, entre nosotros, Daniel Oblitas.
Joaquín Oreña, Martín Vásquez Grillé, Martín Sánchez Ocampo y yo, leímos algunos poemas de su libro Céfiro labial. Fue una noche triste y alegre a la vez. Triste porque giraba en torno a una ausencia, y alegre porque la presencia de Daniel, joven y luminosa como siempre, seguía intacta entre nosotros.
Después del encuentro, le pedí a Martín –su entrañable amigo, junto con Joaquín Oreña – que me acercara el texto que leyó aquella noche, para poder así compartirlo con todos los amigos que no pudieron, por distintas razones, estar presentes en la librería.   
De yapa, comparto con ustedes algunos de los poemas del mágico Daniel Oblitas (como a él le hubiera gustado, con unas chelas de por medio) y con todo el cariño y la admiración que supimos tenernos y darnos.

                                                             
 La última trasnochada 
                                            
Comparto con mi novia Teodora, por el resto de los días, el raro privilegio de haber estado junto a Daniel en la última trasnoche que se mantuvo despierto.

Los tres nos quedamos en casa y, como la mayoría de los encuentros que tuvimos a lo largo de nuestra amistad, se organizó de forma espontánea mediante un breve llamado tras el cual compré bebidas y snacks en el único kiosco del barrio que quedaba abierto.

No fui conciente de aquella excepcionalidad hasta que Teodora me la señaló pocos días atrás. Y por si fuera poco, al preparar estas palabras me topé con una breve biografía de mi amigo publicada en un blog de curaduría autogestionada de poesía contemporánea, en la que este hermano limeño confiesa que Buenos Aires lo “atrapó” cuando “la noche se hizo presente” y se vio “envuelto en una tribu de desacatados que trafican gestos de amor en lo cotidiano”.

En ese momento comprendí que en aquella oportunidad habíamos estado envueltos por la oscuridad de la noche escuchando una versión de “El sueño del Inca” tocada por Los Wawanco. Parecíamos aborígenes en torno a un fuego y el estribillo de la canción iluminó al departamento, proyectó su luz hacia la calle e hizo que nuestros corazones latieran al ritmo de la cumbia andina:

“Soy hermano de las montañas
yo soy el Inca: hijo del sol
por la sangre viva, mi raza
muere de amor y de dolor.”

También vimos “Angelitos empantanados”, el video que muestra un desopilante cuestionario psiquiátrico realizado a tres púberes caleños filmado por Andrés Caicedo, un colombiano que también dejó obra antes de abandonar pronto este mundo.

En ese registro de 1976, que Daniel observó con fascinación, Clarisol, Guillermito, Fosforito y Carlos se mofan de un interrogatorio robado al Hospital Psiquiátrico “San Isidro” de Cali, respondiendo a todas las preguntas destinadas a diagnosticar la anormalidad con un rotundo “sí”.

“¿Cumple mal con su trabajo o estudio? Sí”.
“¿Ha tenido frecuentes dolores de cabeza? Sí”.
“¿Ha tenido mareos? Sí”.
“¿Ha usado marihuana? Sí”
“¿Ha notado que la gente lo critica o se burla de usted? Sí”.

La lista sigue con otras 31 preguntas por el estilo a las que estos mocosos irreverentes e inconformistas responden con desparpajo e hilaridad, características que también poseía nuestro homenajeado.

Afortunadamente, Daniel encontró en la poesía un cauce para su incomodidad y logró, con plena conciencia de su finitud, dejarnos testimonio de su ser y sus circunstancias en el libro Céfiro labial.

La tierra y el mar natal, la novia de allá y acá, la soledad del cuarto de pensión en la ciudad extraña, la pereza, la contemplación, el tedio, la diatriba contra el trabajo e incluso la enfermedad fueron poetizados por él en un tono dionisíaco y musical que se volvía particularmente cautivante cuando recitaba sus poemas.

En mi opinión, Daniel intentó conseguir en su corta vida una existencia auténtica en la cual encarar abiertamente sus posibilidades y, al hacerlo, se encontró de frente con lo que constituye para todos nosotros la última y definitiva alternativa: la de la muerte.

Con sus poemas, me parece que él ayuda a revelarnos la verdad de la existencia, es decir la nada de la que está hecha, y en presencia de esa nada, tal vez podamos cada uno de nosotros, en nuestra íntima lectura, pensar la propia como totalidad y desvelar su sentido. Menudo desafío ¿no lo creen?

Pero si hay algo que su libro y la misma hechura de ese libro nos demuestra, es que sin poetizar se vive errante, desarraigado entre representaciones y estructuras artificiales, entre ficheros, estanterías y en un mundo ciertamente kafkiano.

En lo personal, la prueba a la que me somete su poemario, entre otras que aún no logré descifrar, es la de aprender a convivir con la ausencia de un amigo, tarea en la que me encuentro de tanto en tanto desde el mismo momento en que Daniel se fue de casa aquella última noche de verdadera fraternidad y comunión.

                                                               Martín Sánchez Ocampo
                              
Durmiendo de día

al abrir los ojos
los sueños se pierden
como una descarga eléctrica
y el humo que sale de mis pestañas
se desvanece con los fantasmas en la luz

duermo de día
espero la noche
mi cama se niega a soltarme
con sus frazadas me atrapa
tomando la forma de mi cuerpo

despertar solo
es como perderse en un desierto
el agua que crees ver
no es más que la misma arena
que te raspa la garganta

pero al lado de tu cuerpo
la naturaleza es aun más salvaje
y tengo ganas
de que cada respiración
sea como un tornado
que vuelve a enredarme los cabellos


Hospital naval

la embarcación de cemento
sobre el asfalto se muestra impotente
y ni los vientos más tormentosos pueden moverlo

en sus ventanas esféricas
el afuera se refleja
como giros sucesivos

las chicas de traje blanco
y guantes acrílicos
nos incrustan sus jeringas
cargadas de anestesia

mientras mis venas absorben el suero
me veo aislado en este navío
como uno de los muchos tripulantes
que aguardan echados en camas altas
para irse nadando en un sueño
o salir caminando

La resignación

como miembro vitalicio
de la clase laboral
me resigno a estar en el mostrador
saludando cordialmente a los parroquianos

pero les confieso:
me gustaría ser el hijo de Al Capone
vivir de su patrimonio
apadrinando fiestas indecorosas

dándole de beber
a cualquier sediento
cansado

Avísame si algo te pica
que yo puedo con mucho gusto
ir a rascarte

si la noche está muy oscura
y se te antojan dulces
con almendras y frutos raros de mi bosque
puedes encantarte

deja de pensar en quien tiene la espada
más filosa
y disfruta como te peino los cabellos

Entre los cuadros de vidrio
que reflejan brillo halógeno
esta ella con su traje espacial
queriendo poseer las melodías

con ganas de acercarse
los amos de las luces
danzan a su alrededor
pero no la miran
tratando de hacerle creer
que le son indiferentes

segura de no acalorarse
ella se adorna
con movimientos
dóciles y audaces
para después devorar
al más sensible

Hilando nuestro goce

pétalo por pétalo
deshojo las flores de tu vestido

dejando los trocitos de algodón
deshilándose entre mis dedos

despojándose del jardín tejido
para que aflores amazónica
ante mis ojos


De Céfiro labial (Huesos de Hibia, 2011)


Bio

Nací en Lima –Perú el 6 de febrero de 1983
Resido en la Argentina hace 10 años.
Llegué a este país en un bus naranja oxidado.
En los tres largos días de viaje no paramos de beber chicha
ni de entonar canciones del Zambo Cavero.
El chofer también bebía y los caminos se hacían abismales
las ruedas patinaban sobre el barro pantanoso de las rutas sin asfalto.
Y yo pensaba en ella, en ese aroma del mar pacifico
También recordaba con odio a esa vieja cristiana de su madre
que le decía que yo era un hereje bueno para nada.
Y en el milico de su viejo que me miraba con desconfianza
por saber andar con los cholos cantando huaynos.
En ese bus todos huían de algo, sus rostros lo decían
yo también, pero no determinaba cual de las dos razones
era la causante de mi partida.
Hasta que llegué a Retiro y me recibió mi padre, en su casa nos esperaba el asado y el vino.
Nos sentamos a la mesa y él masticando un trozo de carne
me dijo que en este lugar había que hacer patria con las fuerza de nuestros brazos
mientras lo escuchaba
pensaba que debía haberme quedado con mi madre
allá en las aguas del pacifico.
Hasta que la noche se hizo presente y buenos aires me atrapo.
Me vi envuelto en una tribu de desacatados que trafican gestos de amor en lo cotidiano.
Este lugar es parte de mí, como lo es el cajón vibrante de los negros de chincha.
Como la mazamorra morada y el suspiro de una Lima
que no dejo de recordar.

Daniel Oblitas (Lima, 1983 - Buenos Aires, 2011)




martes, 1 de mayo de 2012

Jorge Luis Borges: Poco a poco voy cediéndole todo




Borges y yo          
Al otro,  a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
         No sé cuál de los dos escribe esta página.

Jorge Luis Borges (Buenos Aires: 1899 – 1986)
El hacedor (Emecé, 1960)

domingo, 22 de abril de 2012

Paula Houllé: Forma de vida




Estrategia

Ahí donde creí que sólo había recuerdos olvidados
me remataste con la floración de imágenes
y voces, entre paredes comunes
nosotros, en el refugio contra la ciudad doliente.
Todo nació en tu cabeza
cuando creí que ni sabías mi nombre
empezaste a largar palabras con la lengua
y me arrastraste con saliva hasta tu cuerpo.


Forma de vida

Leer en una plaza
bajo un árbol
un poema que dice:
una nube de polvo enorme
a ciento setenta y tres metros
de altura.
Y en ese instante mismo
alzar la vista y ver
la nube inmensa.


Desde adentro…

Desde adentro,
los sonidos del bosque nos llegan amplificados.
El vaivén de uno de los árboles más viejos
reproduce el chirrido de una puerta que se abre.
Nos da miedo imaginar la catástrofe
e improvisamos un techo con las manos.

Para subir la montaña
se necesita un termo cargado con té de hierbas
un poco de elasticidad en las piernas para dar pasos largos y seguros.
No mirar hacia atrás
mantenerse siempre atento al piso de barro
mojado que hace deslizar las zapatillas
hundirse en el lodo
rozar el precipicio.

A medida que se avanza, la montaña emana su latido.
El golpeteo de un tambor pausado que va subiendo
creciendo, se va hinchando en una silueta empinada
de una contextura más fuerte que vuelve a desafiar al aventurero.

En el camino
nos permitimos detenernos y le damos unos sorbos al brebaje.
Inflamos el pecho con valentía mientras observamos el paisaje.
La piel verde es sedosa y presenta algunos arbustos que sirven como defensa del terreno.
Es un disfraz hermoso que queremos vestir todo el año:
ponernos en la pose de cada árbol, tocar las partes de seda, las ondulaciones
caminar por la superficie rocosa, pincharnos con las espinas de carne. Sangrar.

El sendero se va ramificando en zonas propicias para la supervivencia.
Pensamos: podrían vivir comunidades enteras.
Hay potreros con cañaverales que podrían ser los arcos y ramas para la construcción de los ranchos.

A la joroba final debemos recorrerla en cuclillas porque no queremos caer del otro lado.
Tenemos de frente el cielo y a los costados las montañas que sostienen el agua.
Clavamos una bandera hecha con un pedazo de trapo y sacamos una foto
para eternizar el descubrimiento.


Mediomundo

Nunca me gustó tu nombre
viajábamos juntas apoyadas en la parte de atrás de la camioneta
¿te acordás?
vos recién aprendías a tocar la guitarra
con un cancionero comprado en alguna estación de la ruta
saludábamos a los pasajeros de los otros autos
que avanzaban rectos sobre el asfalto de la tarde

un café tumbado al borde de la mesa
tu mamá con los rulos levantados
el colorado hecho fuego
y tu papá que le temía a los chanchos

Ellos también te pueden morder ¿y sabés qué?
¡Un peligro!
¿Cómo hacer para cuidar la enfermedad con el ardor en el vientre?
Una plancha que larga vapor

a tu hermanito lo acaba de morder un pescado
no puede evitar los caprichos, llora
como vos, que todavía sos un berrinche caminando del brazo

de noche fuimos a conocer el muelle
todo flotaba
las señoras gordas escondían sus caras
monedas rojas en la sombra

nos dejamos deslizar por las maderas
los mediomundos atados
fuimos arrojando el círculo al agua
tu papá enceguecido buscaba en el reflejo
se quería tirar
tu hermanito sacudía el trofeo
la mitad del dedo masticado
y vos, una rubia brillante.


Paula Houllé (Buenos Aires, 1985)
Inéditos

jueves, 19 de abril de 2012

Mariana Roca: Orión





el segundo nombre de lo mejor es de repente


orión

sobre la espalda
tengo lunares.
una vez me dijeron,
esto es la constelación de orión.
yo le dije que orión era un tipo
que nació del pis de tres dioses.
me respondió que sí,
pero se ve toda la noche,
como mi espalda.
no entiendo por qué dormís,
como yo
sobre el costado derecho,
y vos ves a orión,
y yo veo a tu pared.


mecanismo de defensa

si te digo que el abuelo
no es una estrella,
en vez de enojarte conmigo
mostrame cómo son para vos
las esferas de plasma


témpera mental

hay personas que son témpera mentales
como vos
que sos fucsia cuando te acordás
y ya sé cómo hacer
te diluyo con agua
y pinto con los dedos
entonces dejás de ser témpera mental
para ser papel con témpera


la última cita

"yo también estuve en tu casa
como todas las demás
y ese día tuvimos la última cita
pero no recuerdo la fuente,
sí las comillas,
sí el párrafo largo
y sí el asombro."

(Phillipson, 1965).


usted está aquí

todo el tiempo es un espacio parecido al fin del mundo



Mariana Roca (Buenos Aires, 1986).
Selección de poemas a publicarse en Yasonlasdoce IV (2012)

jueves, 12 de abril de 2012

Celeste Gauchat: Se abre otra ventana








búsqueda del tesoro

siempre que se busca algo
es un día soleado o está a punto de llover
todo cuerpo es un mapa
y algunos accidentes son más definitivos
que otros          aun así
guardamos  una memoria de lo temporal

cuando voy a abrir la ventana
la punta del tablero de dibujo
se hunde apenas en el muslo izquierdo
casi con ternura
y la piel le devuelve el saludo
con retraso mientras muda el color
como el caballito de mar sobre el estante
que no atina a dar
un veredicto estable sobre el tiempo

con persistencia me quejo de los límites
por eso confío en que están
más allá de lo esperable
pero casi nunca es así
                        darse la cabeza contra las paredes
                        tropezar dos veces con la misma piedra
son dichos que me definen
en su interpretación más literal

la miopía altera los espacios
en una escala oscilante como el tiempo
el ojo distorsiona lo real
pero no sólo porque ofrece apenas
un único punto de vista sino también
porque lo real se distorsiona a sí mismo

y esto no significa que la pared
no esté donde está ni tampoco la piedra
es el impulso de querer atravesarlas
como si no lo estuvieran


aritmética

está esperando que suene el teléfono
porque la última vez
fue ella quien escribió
se muere de ganas de contar todo
pero la situación le exige
que no diga nada y fiel
a las convenciones repite la ecuación
que resulta de multiplicar los silencios
restarle importancia
y dividir el resultado por la aceleración
del pulso cardíaco
cuando al despejarse la incógnita
de la ausencia   el objeto amado
por fin se muestra
como un infinito


despechada antes de tiempo
                                                                                    
                                                             a mis hermanas                  

despechada antes de tiempo
nada cambia acá. la noche es noche
y es mía y el día
permanece intacto del otro lado
de la ventana.
no sé si es una ventana
que abre otra ventana
o si es más bien una suerte
de cerrazón que nos mantendrá
obtusas y distanciadas
en los años venideros.
una no deja de soñar por eso
menos de predecir lo evitable
añorando presentes imaginarios
también con algo de tristeza
futuros para mí sola
mientras tanto suyas son las cosas
a las que me entrego desmedida
comedida cuando el sol
sale y se esconde
en diez minutos lo mismo que yo
no veo las nubes pero sí
su consecuencia cuando
la tarde avanza y los rayos
enrevesados me duelen en los ojos
es una luz fuerte amarilla
cuyo reflejo en la pared del patio
me concede el hacer una versión
más liviana de la vida;
pienso en sostener el techo
con tirantes vaciar los espacios
para coleccionar presencias
mirar fotos hasta advertir
lo invisible como decir ella acá
usaba el pelo más largo
ahora irradia una luz
capaz de atravesar océanos
ese pulóver azul de angora
mío, acaso ya no me queda?
alguna vez entramos ahí
todas nosotras juntas?
ahora se desdoblan los presentes
hay dos lugares desde los cuales
es posible hablar:
se reciclan los eventos
y nosotras vivimos como nuevo
todo hecho pasado
acunado como un niño
en los brazos huecos de la memoria


aleteo

gesto inicial de la mariposa
que habita de mi boca
hacia adentro y también
de los cardenales que hicieron
nido en la santa rita, el jazmín
lechoso y los búhos
en el estante de casa. me acuerdo
las tardes en ladrillos apretados,
una antigua fábrica de mosaicos
donde hoy se estacionan los vecinos.

no había nacido pero viaja
la memoria antes de mi existencia
llega a la mano el mate y despierto:
la vida empieza a tomar forma
justo ahora  aprendemos a dejar
el nido, el mismo en casa de los abuelos,
ocupado hoy por aves vespertinas
que saludan antes de dormirse

yo apenas muevo estas alas todavía
no mido su virtud ni la extensión
de mi destino    desde acá
mis párpados se resisten
a descubrir líneas de horizonte
parciales y deslindar un posible
campo visual     es incipiente
mi instinto de vuelo sólo
por temor a ser icáreo, apresurado.


Celeste Gauchat (La Plata, 1986)
Inéditos