Mi Secreto
Hasta bien entrados mis cuatro años
iba con mi almohada a cada excursión
que me proponían -mi compañera
bajo mi brazo derecho- como una
leve extensión de mi cuerpo.
No concebía abandonarla nunca
ya que con ella me daba ciertos
lujos: acostarme en la luneta del auto
y convertirla en mi segunda cama,
o en el jardín -no importa cuál-
bajo una sombra pródiga, yo era capaz
de soñar y soñar, distraerme del mundo
entre los pliegues de esas plumas.
En aquellas épocas yo imaginaba
que dentro de mi sueñera había
un núcleo de felicidad propio
imperceptible para los demás
que solamente yo notaba. Nunca
quise compartirlo con nadie, por eso
si me preguntaban adónde había ido,
yo me reía -era extraño- tapándome
la cara y buscaba en la superficie blanda
el verdadero mapa del siguiente sueño,
las coordenadas en donde la realidad
se pulverizaba en imágenes privadas.
De todo lo que soñé durante años
puedo evocar el miedo ante un tornado
viniendo por mí en medio del desierto,
y los médanos -como si fueran de agua-
desgranándose como una sombra
frente a mis iris sin amparo.
Después de todo, lo maravilloso
de los sueños es que luego, los ojos
se abren como dos antenas parabólicas
y toda la imaginación se cierra
como la tapa de un cofre, y ya nadie
puede descubrir dónde es que yo
guardo -con recelo- mi secreto.
Postales
1
Nunca imaginé que el paisaje de Alaska
fuera como es, una acumulación lisa
y fría de autopistas, glaciares y picos
árticos de montañas que sin desearlo
congelan los sueños de sus habitantes.
Así, la primavera en que mis ojos y esta
maravilla se cruzaron, no pude decir
nada, y emergió un leve hálito de mi boca
volviendo gélida cada una de las imágenes
que aún se guarecen en mi memoria.
2
Aquí, la nitidez del desierto
es una foto continuamente velada,
por eso los ojos demoran algunos meses
en ajustarse a la forma en que casi todo
se inunda de un extenso fulgor glacial.
Nadie sabe, quizá sólo los esquimales
puedan acertar a describir la agonía
diaria, los secretos que se murmuran
de oído a oído con las lenguas casi
entumecidas, al borde de un silencio
parecido a la noche que aquí se obstina:
largas semanas como un cielo raso
que esconden el verdadero sueño
en las duras pupilas de sus habitantes.
Los días compartidos
Después del té de cada noche
salgo afuera y acaricio mi yegua,
mis dedos y las palmas de mis manos
se entreveran en su pelaje nocturno
y ya no siento deseos de montarla.
De pie a su lado, espero la llegada
del amanecer como un desconocido,
y sin que me dé cuenta, esa luz
que regala el mundo, alumbra
el lomo de mi yegua y descubro
que los años compartidos al galope
desgastaron sus crines y mis huesos,
y cuando, al arquear mi cuerpo
apoyo mi oído sobre su pecho
ya no advierto el continuo martilleo
de su corazón atravesando los días.
Juan Pablo Bonino, 1984 (CABA)
Inéditos