Cada lugar…
Cada lugar, por desértico o remoto que sea,
sueña con que aparezcan los viajeros.
No hay sabana, por ejemplo,
que no quiera que la recorran
las ancestrales patas de los elefantes,
sentir ese cosquilleo por kilómetros,
el roce de sus pesadas trompas grises
como dedos peinando los pastizales:
¿quién no quiere ser tocado así?
Y sus pieles agrietadas, cuando finalmente llegan
a los enormes piletones y el agua entra en contacto
con ellas, de golpe, desde ese fondo de cansancio
y aturdimiento, resplandecen en la tarde africana.
¿Cuán largos serán, en su longeva vida de elefantes,
estos instantes atravesados por el milagro?
A través del agua que les corre por el rostro,
se miran. Hay algo de impenetrable en sus miradas.
Ahora, como de un cuerpo amado del cual
deben alejarse para siempre,
se dan vuelta y empiezan a dirigirse,
casi con la misma parsimonia con que llegaron,
hacia los caminos de polvo y arena
donde sus trompas ya empiezan a olfatear
las estaciones de sequía acercándose.
Pero, ¿qué sabana del mundo, por hermosa que sea,
no querría ser sostén de esa desesperación?
Nunca supe…
Nunca supe bien qué responder cuando en el colegio
me preguntaban qué hacía mi papá. Sólo decía: “Hace jugos”.
Pero desde mi cuarto, yo lo oía quejarse con mi mamá
de que había alguien en la oficina que lo maltrataba,
que, aunque fuera grande, de todas maneras lo maltrataban.
Sin embargo, esto mis compañeros no lo sabían.
A ellos se les llenaba la cabeza de ideas con esas dos palabras
que les decía. Él era, de algún modo, tanto para ellos
como para mí, un héroe. Quiero decir, gran parte de su vida
era desconocida incluso para los más cercanos.
Otras veces, a la hora del postre
lo escuchaba hablar de naranjas, del olor de los campos
a la madrugada, de esos viajes que se lo llevaban
lejos de la oficina. Bastaba que dijera “Concordia”
como masticando el sabor de la palabra,
para que yo sintiera que con algo me tenía que reconciliar.
Quizá con que él fuera, siempre, para mí, otra cosa.
¿Cómo es posible acariciar a un padre
que se vuelve tan hermoso y extraño en la mesa
cuando huele con fruición una naranja, entrecerrando los ojos
como si estuviera percibiendo algo que está lejísimo
pero que le llega de algún modo a él y sólo a él?
Yo quisiera que así me llegara mi padre,
con la precisión de los brotes de invierno que él espera.
Yo también quisiera creer en un mundo que, sin motivos
y porque sí, reparte a un tiempo el frío
de los abandonos y el regreso de la fruta.
Viernes 18 de julio de 1931
Horas y horas y más horas.
Y sin embargo, ¿quién puede decir hoy,
viernes 18, sin sentirse de algún modo diferente?
En este preciso momento, por ejemplo,
estoy recibiendo del día, a medida que pasa,
diferentes nerviosismos, obsequios y terrores
sin dejar, por eso, de preguntarme si esta novela
se venderá, gustará, o si yo seré más conocida u olvidada.
Pero ahora, que maravillosa y sencillamente soy Virginia
mirando por la ventana de mi cuarto, necesito
que todos los instantes se abran y dejen paso
a unas pocas palabras, el veredicto de Leonard,
a quien voy a mostrarle primero que todos el libro.
Él y yo sabemos que sólo el amor y la confianza
nos dejan ser frágiles con todas nuestras fuerzas.
Y yo tuve mis crisis y desmayos, y él supo
estar firme incluso cuando no sabía qué hacer.
Sé que en el fondo no necesito su opinión.
Pero la necesito. Y el corazón me tiembla de gozo
al decir esto. Al poder decirlo, finalmente,
sin sentir que estoy atada a alguien. Sobre algo de esto
quise escribir: la fortaleza de los cambios
y la belleza de la fragilidad, las sucesivas
corrientes sin nombre que nos atraviesan.
Todavía hoy, escribiendo este diario,
volviendo hacia atrás las páginas escritas
con mi letra, no dejo de pensar que es como
si nunca hubiera estado ahí, en mi vida,
más que de a ratos, y me pregunto
cómo salí viva de entre tantos hermosos
tormentos, cómo, de pronto, dejaba de ser
yo misma para poder ser otra y otra,
anclada a los cambios y desarraigada.
Oh, Leonard, ¿qué me irás a decir? ¿Qué sucedería
si no te gustara, si sinceramente te pareciera ilegible?
Pero, al mismo tiempo, qué alegría y qué poder también
saber que sufro y me intensifico, que soy un abanico
de personalidades que confluyen, a pesar de los disturbios
de mi mente, para prestar atención, Leonard,
cuando vengas bordeando el jardín, y a los pocos
instantes de verte pasar por esta ventana, entres
a mi cuarto sacándote el sombrero y me digas,
sonriendo: Virginia, ¿cómo lo hiciste?
Tomás Maver: Buenos Aires, 1985
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