Desandás el camino de tierra, por entre los pastos
crecidos del verano, bordeando la orilla a paso corto
diáfana e insegura en una mañana que viene asomando
despacio a través de las nubes y el hollín,
atrapada en tu propio follaje, deshaciéndose los últimos gestos
llegás al umbral del país amado, una oscuridad
solo entendida por los que van a morir, sabiendo
que los sauces van a abrazarte balanceándose
al otro lado del río, pasados los días de lluvia, y tal vez
llegado ese momento, pienses en el amor que se ha ido
en cómo, tomado por sorpresa, explotó en mil pedazos
y te dejó para siempre a la espera
tal vez, y solo a causa de entrar en el sueño
imagines las sirenas de los barcos
sonando para las fiestas o intuyas, casi como una predicción
el concierto de las copas de los arboles, llenas de hojas de otoño
al levantarse el primer vientito del año,
ahora que el agua es tan clara, y da miedo mirar.
Se estira la madrugada, se hace agua frente a la puerta.
Adormecidos, como hormigas en fila, los vecinos
emprenden la marcha a la fábrica en un silencio
apenas cortado por el saludo grave de las mañanas
o los velorios.
Calladita caminás, no vaya a ser que se rompa el embrujo
de la música de anoche
de los pasos subiendo la escalera de hierro
y la chapa sonando contraída en el frío.
Calladita esperás y quisieras que el camino fuera bien largo
para ver como la luz se asoma a lo lejos por el río
ese río negro de bocinas y grandes barcos repletos de aceite
que a veces, algún que otro amanecer
te envuelve en una bruma violeta antes de ir a trabajar.
Finalmente vieja, te has quedado dormida
sin saber de quienes
son las voces que conversan a lo lejos
o si es sólo el pasto acariciado por las ráfagas
que chiflan cruzando el descampado
y hay un aliento hosco en los arboles
que al pasar silban canciones para velatorios
como si una mañana cualquiera hubieran caído toneladas
de nieve y viviéramos ahora en un inmenso iglú
rígido y claro, donde no llega la noche, ni el día
y cada momento fuera uno solo
flexible, expandiéndose en una misma dirección:
un río oscuro, siempre ahí, planchado
a la espera de todo lo que se pueda tragar.
Acaso todo esto solo sea
la deriva de alguien que, finalmente vencido por el sueño
cae por casualidad en la parte más honda del río
y se deja arrastrar corriente abajo, abriéndose paso
por lugares donde siempre es de noche
sin poder imaginar lo cerca que está
de aquello que nunca pudo nombrar (apenas si lo habrá balbuceado
cuando niño)confundido por el ritmo de su propia respiración
y el sonido de cipreses que se juntan
en la orilla para ver a los que viajan, a veces nadando
y otras veces arrollados por el vértigo del agua,
desde una vigilia incierta, plagada de canciones que no van a morir
hasta un dormir sin tiempo ni lugar
presuntamente placentero, una luz que al final se desvanece
solo eso, una luz a punto de apagarse, y nada más.
Martín Vázquez Grillé (Buenos Aires. 1976)
De Pequeños botes cruzando lo negro del río (inédito)