viernes, 22 de julio de 2011

Nicolás D. Bedini (Buenos Aires,1973): Esta noche la lluvia será mi canción de cuna



Las orejas rojas

Las orejas rojas    
las tuyas y las mías
a ambos lados del teléfono.
Bravuras de deseos inconfesables
saliendo de nuestros labios
entre risas y fondo de ojos llorosos
los tubos recalcitrantes
y las orejas rojas rojas
acortando distancias.


Esencial dream

Soñé que en otra vida fui mudo
pero podía escuchar los sonidos del agua.


Sueño doméstico

Me falta la preciada herramienta
para desarmar una cosa.
Eso debería haber pedido
para el día del padre:
una pico de loro
para que ande por fin
el lavarropas, por ejemplo.
Menos intensa que un hacha
pero más necesaria
para la armonía conyugal y familiar.


Un sueño que gira alrededor de algo

Las olas no se escuchan.
Los árboles están detrás del mar.
El viento no corre.
Hay silencio y ese silencio
llena de luz
el acto mismo de la contemplación.


Sueño antropológico

Los pájaros amarillentos cantaban
y con micrófonos de aire
infructuosamente
traté de grabar sus cantos.

Cinco meses de trabajo
en una tribu aborigen
lejos, muy lejos
en una región que quizás no exista
o sólo exista en mi imaginación.

Llevaba de acá para allá
el grupo electrógeno y todos los equipos
pero algo impedía que las grabaciones de esos cantos
salieran bien. Sin embargo, esta mañana
desperté imitando los cantares completos
de aquellos pájaros amarillentos.


Sueño de cowboy junkie

Tuve un sueño:                                 
me encontraba con Townes Van Zandt
en un pequeño bote,
estábamos frente a frente
pero no nos mirábamos a la cara.
Mis hermanos Margo y Peter
junto a nuestro amigo Alan Anton
remaban con la mirada fija en el horizonte.
Todos sabíamos en qué empresa estábamos embarcados:
nos dirigíamos a una isla
donde dejaríamos a Townes solo                                        
con sus demonios interiores a cuestas
lejos de las carreteras, excesos y escenarios
para morir en paz.

Llegamos a la lejana isla
cuando empezaba a llover
y yo acompañé a Townes hasta la orilla.
Se sentó en una roca sin dirigirme la palabra.
Creo que veía el mundo mucho más claramente que todos nosotros
me di vuelta para irme, pero antes musité: “Townes”.
El seguía absorto.
Luego de unos segundos
me miró a los ojos y su expresión se volvió luminosa.
“Gracias”, me dijo. “Gracias por traerme hasta acá
y ayudarme a cumplir un viejo sueño”.

Volví al bote.
Esta noche la lluvia
será mi canción de cuna, comenzó a cantar      
cuando nos alejábamos de la orilla.

Nicolás Domínguez Bedini (Buenos Aires, 1973)
De Sueño con lavadoras y otros poemas (inédito)

miércoles, 20 de julio de 2011

María Moreno (Buenos Aires, 1947): El futuro se esconde en este cuarto





El porvenir del socialismo

Mientras subía por las piernas de mi tío Merril
él no me dejaba llegar hasta el fondo.
“Éstas son las llaves de la ciudad” decía
colocando la mano en su abultada hilera de botones,
y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas
me hacía rodar sobre la alfombra
cerrando sus robustas piernas de muchacho
para todo trabajo.

¿Comprendí entonces que me negaba
no la reservada flor masculina
ni la fatal distancia de la sangre
sino el bravo secreto del amor entre varones?

Merril acostumbraba a ganarse el sustento
entregando toallas a la puerta de los baños.
Muchos pasaban sin siquiera un saludo
como si la toalla estuviera suspendida en el aire,
pero a veces alguno se detenía
y lo miraba fijamente a los ojos.
Entonces la toalla se convertía en un arco iris
entre las manos de Merril y el cuerpo del muchacho
y cuando éste se secaba dejando la puerta entreabierta
era un pedido angustioso y una promesa.

Para quitarme a Merril del pensamiento
mis padres quisieron ofrecerme una diadema,
muchachos en flor que no eran mi tío.
Me enviaron a Vicker Maxim´s
para que los viera.

El ir y venir de los cepillos metálicos
sobre las plataformas destinadas al armado diurno
de los barcos que usaríamos en la próxima guerra
levantaban una maleza de acero rizado
y la presión y la tensión de su musculatura
en el esfuerzo de levantar la pala
hicieron que ningún otro fuera como Merril:
alto y hermoso, alegre y valiente,
un señor Venus aceitando trapajos.

Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42
fui a ver El acorazado Potemkim
todos los trabajadores me parecieron Merril,
dioses barriobajeros con callos en las manos.
Sólo que entre las estrellitas de los yunques
yo veía una cinta que no estaba en la bobina:
cuerpos cansados en la lucha por sustraerse
a toda esa infantería de metales pesados
dominada por tan alegre carne
que cuando el rigor de los turnos se rendía
en la noche enorme de los bares de Sheffield,
pechos velludos se estrechaban unos contra otros
retorciéndose y perlándose
en estériles abrazos estremecedores.

Yo era muy joven entonces, muy pobrecita,
mi idea de virilidad eran sólo imágenes
de potencia acorralada en trajes victorianos
que la ropa de trabajo, en cambio,
dejaba adivinar mejor a una mirada virgen.

Lleven al socialismo
el trotar de Merril tras los muchachos de los baños
que aunque sin vocación domiciliaria
a menudo estaban picados por las chinches
en la respiración común de las chozas de Leeds.

Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,
los carteles pintados y las canciones
y la euforia gay por morir primero
para congelar el final de Hollywood
en la memoria débil de los pueblos.

Un día Merril se fue a vivir a Millthorpe
con un “profeta del mañana”
que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino
en el fuego de la chimenea
y cuando escuchó que Cristo había pasado su última noche en
/Getsemani
Merril preguntó “¿Con quién?”

En Millthorpe mujeres acaloradas por los mitines
se desabrochaban el primer botón de la blusa
para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,
sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario
a través de frescas sandalias artesanales
o si gardenias en los jarrones
riman con austeridad administrativa
cuando el socialismo es vida interior.

Una constelación de obreros manuales,
bellezas de garaje, operarios de las canteras,
facinerosos elegidos jocosamente
a través de los zapatones palurdos
que asomaban por las empalizadas de las letrinas
en los baños de la estación de ferrocarril,
afiladores de limas y choferes de grúa
jugaban en los salones guasos juegos de taller:
atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines.
Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros
cuando el amante de Merril decía
“El futuro se esconde en este cuarto”.

Y aquellos que se ponían guirnaldas en la cabeza
y bebían del mismo vaso en el cumpleaños de Whitman
no soportaban que un simple muchacho del servicio de mesas
pasara sin un respiro a ser ama de casa consciente
y que en Millthorpe leer fuera menos importante que barrer.

Nadie advirtió el acto de justicia
que Merril inventó, sin prédica alguna
cuando, abriéndose paso en el soplo del mañana,
arrastró un piano de cola hasta la cocina
decretando mudo que Mozart
es el derecho de todo trabajador doméstico
cuando se halla ocupado en la trituración de las verduras,
cosiendo el borde de un matambre
o simplemente esperando a que en el salón cese la filosofía.

Lleven al socialismo
el significado de la palabra “esposos”
a través de estos dos hombres que durante años
solían despertar juntos rodeados de pimpollos
(la jardinería comercial había sido sólo una idea),
el chistoso muchacho de Sheffield
cuyo único arte había sido
colocar un empapelado gótico
en el salón de los visitantes extranjeros
y un pañuelo de madrás a modo de tapete
para cubrir la jaula de la urraca,
y el aristócrata soñador
que deseaba la vida dual y todas sus criaturas
absueltas para siempre en el estado soltero
y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,
los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo
y corriendo de vez en cuando las sillas
para estirar la luz de la ventana
al ritmo justiciero del piano en la cocina.

María Moreno  (Buenos Aires, 1947)
De  El affair Skeffington (Bajo la Luna, 1992)


martes, 19 de julio de 2011

Martín Vázquez Grillé (Buenos Aires. 1976): Lugares donde siempre es de noche



Desandás el camino de tierra, por entre los pastos
crecidos del verano, bordeando la orilla a paso corto
diáfana e insegura en una mañana que viene asomando
despacio a través de las nubes y el hollín,
atrapada en tu propio follaje, deshaciéndose los últimos gestos
llegás al umbral del país amado, una oscuridad
solo entendida por los que van a morir, sabiendo
que los sauces van a abrazarte balanceándose
al otro lado del río, pasados los días de lluvia, y tal vez
llegado ese momento, pienses en el amor que se ha ido
en cómo, tomado por sorpresa, explotó en mil pedazos
y te dejó para siempre a la espera
tal vez, y solo a causa de entrar en el sueño
imagines las sirenas de los barcos
sonando para las fiestas o intuyas, casi como una predicción
el concierto de las copas de los arboles, llenas de hojas de otoño
al levantarse el primer vientito del año,
ahora que el agua es tan clara, y da miedo mirar.



Se estira la madrugada, se hace agua frente a la puerta.
Adormecidos, como hormigas en fila, los vecinos
emprenden la marcha a la fábrica en un silencio
apenas cortado por el saludo grave de las mañanas
o los velorios.
Calladita caminás, no vaya a ser que se rompa el embrujo
de la música de anoche
de los pasos subiendo la escalera de hierro
y la chapa sonando contraída en el frío.
Calladita esperás y quisieras que el camino fuera bien largo
para ver como la luz se asoma a lo lejos por el río
ese río negro de bocinas y grandes barcos repletos de aceite
que a veces, algún que otro amanecer
te envuelve en una bruma violeta antes de ir a trabajar.



Finalmente vieja, te has quedado dormida
sin saber de quienes
son las voces que conversan a lo lejos
o si es sólo el pasto acariciado por las ráfagas
que chiflan cruzando el descampado
y hay un aliento hosco en los arboles
que al pasar silban canciones para velatorios
como si  una mañana cualquiera hubieran caído toneladas
de nieve y viviéramos ahora en un inmenso iglú
rígido y claro, donde no llega la noche, ni el día
y cada momento fuera uno solo
flexible, expandiéndose en una misma dirección:
un río oscuro, siempre ahí, planchado
a la espera de todo lo que se pueda tragar.



Acaso todo esto solo sea
la deriva de alguien que, finalmente vencido por el sueño
cae por casualidad en la parte más honda del río
y se deja arrastrar corriente abajo, abriéndose paso
por lugares donde siempre es de noche
sin poder imaginar lo cerca que está
de aquello que nunca pudo nombrar (apenas si lo habrá balbuceado
cuando niño)confundido por el ritmo de su propia respiración
y el sonido de cipreses que se juntan
en la orilla para ver a los que viajan, a veces nadando
y otras veces arrollados por el vértigo del agua,
desde una vigilia incierta, plagada de canciones que no van a morir
hasta un dormir sin tiempo ni lugar
presuntamente placentero, una luz que al final se desvanece
solo eso, una luz a punto de apagarse, y nada más.


Martín Vázquez Grillé (Buenos Aires. 1976)
De  Pequeños botes cruzando lo negro del río (inédito)