miércoles, 16 de mayo de 2012

Daniel Oblitas: Con almendras y frutos raros de mi bosque




El pasado 11 de mayo, en la librería Otra lluvia, nos juntamos amigos y familiares para recordar a ese querido ángel limeño que fue, entre nosotros, Daniel Oblitas.
Joaquín Oreña, Martín Vásquez Grillé, Martín Sánchez Ocampo y yo, leímos algunos poemas de su libro Céfiro labial. Fue una noche triste y alegre a la vez. Triste porque giraba en torno a una ausencia, y alegre porque la presencia de Daniel, joven y luminosa como siempre, seguía intacta entre nosotros.
Después del encuentro, le pedí a Martín –su entrañable amigo, junto con Joaquín Oreña – que me acercara el texto que leyó aquella noche, para poder así compartirlo con todos los amigos que no pudieron, por distintas razones, estar presentes en la librería.   
De yapa, comparto con ustedes algunos de los poemas del mágico Daniel Oblitas (como a él le hubiera gustado, con unas chelas de por medio) y con todo el cariño y la admiración que supimos tenernos y darnos.

                                                             
 La última trasnochada 
                                            
Comparto con mi novia Teodora, por el resto de los días, el raro privilegio de haber estado junto a Daniel en la última trasnoche que se mantuvo despierto.

Los tres nos quedamos en casa y, como la mayoría de los encuentros que tuvimos a lo largo de nuestra amistad, se organizó de forma espontánea mediante un breve llamado tras el cual compré bebidas y snacks en el único kiosco del barrio que quedaba abierto.

No fui conciente de aquella excepcionalidad hasta que Teodora me la señaló pocos días atrás. Y por si fuera poco, al preparar estas palabras me topé con una breve biografía de mi amigo publicada en un blog de curaduría autogestionada de poesía contemporánea, en la que este hermano limeño confiesa que Buenos Aires lo “atrapó” cuando “la noche se hizo presente” y se vio “envuelto en una tribu de desacatados que trafican gestos de amor en lo cotidiano”.

En ese momento comprendí que en aquella oportunidad habíamos estado envueltos por la oscuridad de la noche escuchando una versión de “El sueño del Inca” tocada por Los Wawanco. Parecíamos aborígenes en torno a un fuego y el estribillo de la canción iluminó al departamento, proyectó su luz hacia la calle e hizo que nuestros corazones latieran al ritmo de la cumbia andina:

“Soy hermano de las montañas
yo soy el Inca: hijo del sol
por la sangre viva, mi raza
muere de amor y de dolor.”

También vimos “Angelitos empantanados”, el video que muestra un desopilante cuestionario psiquiátrico realizado a tres púberes caleños filmado por Andrés Caicedo, un colombiano que también dejó obra antes de abandonar pronto este mundo.

En ese registro de 1976, que Daniel observó con fascinación, Clarisol, Guillermito, Fosforito y Carlos se mofan de un interrogatorio robado al Hospital Psiquiátrico “San Isidro” de Cali, respondiendo a todas las preguntas destinadas a diagnosticar la anormalidad con un rotundo “sí”.

“¿Cumple mal con su trabajo o estudio? Sí”.
“¿Ha tenido frecuentes dolores de cabeza? Sí”.
“¿Ha tenido mareos? Sí”.
“¿Ha usado marihuana? Sí”
“¿Ha notado que la gente lo critica o se burla de usted? Sí”.

La lista sigue con otras 31 preguntas por el estilo a las que estos mocosos irreverentes e inconformistas responden con desparpajo e hilaridad, características que también poseía nuestro homenajeado.

Afortunadamente, Daniel encontró en la poesía un cauce para su incomodidad y logró, con plena conciencia de su finitud, dejarnos testimonio de su ser y sus circunstancias en el libro Céfiro labial.

La tierra y el mar natal, la novia de allá y acá, la soledad del cuarto de pensión en la ciudad extraña, la pereza, la contemplación, el tedio, la diatriba contra el trabajo e incluso la enfermedad fueron poetizados por él en un tono dionisíaco y musical que se volvía particularmente cautivante cuando recitaba sus poemas.

En mi opinión, Daniel intentó conseguir en su corta vida una existencia auténtica en la cual encarar abiertamente sus posibilidades y, al hacerlo, se encontró de frente con lo que constituye para todos nosotros la última y definitiva alternativa: la de la muerte.

Con sus poemas, me parece que él ayuda a revelarnos la verdad de la existencia, es decir la nada de la que está hecha, y en presencia de esa nada, tal vez podamos cada uno de nosotros, en nuestra íntima lectura, pensar la propia como totalidad y desvelar su sentido. Menudo desafío ¿no lo creen?

Pero si hay algo que su libro y la misma hechura de ese libro nos demuestra, es que sin poetizar se vive errante, desarraigado entre representaciones y estructuras artificiales, entre ficheros, estanterías y en un mundo ciertamente kafkiano.

En lo personal, la prueba a la que me somete su poemario, entre otras que aún no logré descifrar, es la de aprender a convivir con la ausencia de un amigo, tarea en la que me encuentro de tanto en tanto desde el mismo momento en que Daniel se fue de casa aquella última noche de verdadera fraternidad y comunión.

                                                               Martín Sánchez Ocampo
                              
Durmiendo de día

al abrir los ojos
los sueños se pierden
como una descarga eléctrica
y el humo que sale de mis pestañas
se desvanece con los fantasmas en la luz

duermo de día
espero la noche
mi cama se niega a soltarme
con sus frazadas me atrapa
tomando la forma de mi cuerpo

despertar solo
es como perderse en un desierto
el agua que crees ver
no es más que la misma arena
que te raspa la garganta

pero al lado de tu cuerpo
la naturaleza es aun más salvaje
y tengo ganas
de que cada respiración
sea como un tornado
que vuelve a enredarme los cabellos


Hospital naval

la embarcación de cemento
sobre el asfalto se muestra impotente
y ni los vientos más tormentosos pueden moverlo

en sus ventanas esféricas
el afuera se refleja
como giros sucesivos

las chicas de traje blanco
y guantes acrílicos
nos incrustan sus jeringas
cargadas de anestesia

mientras mis venas absorben el suero
me veo aislado en este navío
como uno de los muchos tripulantes
que aguardan echados en camas altas
para irse nadando en un sueño
o salir caminando

La resignación

como miembro vitalicio
de la clase laboral
me resigno a estar en el mostrador
saludando cordialmente a los parroquianos

pero les confieso:
me gustaría ser el hijo de Al Capone
vivir de su patrimonio
apadrinando fiestas indecorosas

dándole de beber
a cualquier sediento
cansado

Avísame si algo te pica
que yo puedo con mucho gusto
ir a rascarte

si la noche está muy oscura
y se te antojan dulces
con almendras y frutos raros de mi bosque
puedes encantarte

deja de pensar en quien tiene la espada
más filosa
y disfruta como te peino los cabellos

Entre los cuadros de vidrio
que reflejan brillo halógeno
esta ella con su traje espacial
queriendo poseer las melodías

con ganas de acercarse
los amos de las luces
danzan a su alrededor
pero no la miran
tratando de hacerle creer
que le son indiferentes

segura de no acalorarse
ella se adorna
con movimientos
dóciles y audaces
para después devorar
al más sensible

Hilando nuestro goce

pétalo por pétalo
deshojo las flores de tu vestido

dejando los trocitos de algodón
deshilándose entre mis dedos

despojándose del jardín tejido
para que aflores amazónica
ante mis ojos


De Céfiro labial (Huesos de Hibia, 2011)


Bio

Nací en Lima –Perú el 6 de febrero de 1983
Resido en la Argentina hace 10 años.
Llegué a este país en un bus naranja oxidado.
En los tres largos días de viaje no paramos de beber chicha
ni de entonar canciones del Zambo Cavero.
El chofer también bebía y los caminos se hacían abismales
las ruedas patinaban sobre el barro pantanoso de las rutas sin asfalto.
Y yo pensaba en ella, en ese aroma del mar pacifico
También recordaba con odio a esa vieja cristiana de su madre
que le decía que yo era un hereje bueno para nada.
Y en el milico de su viejo que me miraba con desconfianza
por saber andar con los cholos cantando huaynos.
En ese bus todos huían de algo, sus rostros lo decían
yo también, pero no determinaba cual de las dos razones
era la causante de mi partida.
Hasta que llegué a Retiro y me recibió mi padre, en su casa nos esperaba el asado y el vino.
Nos sentamos a la mesa y él masticando un trozo de carne
me dijo que en este lugar había que hacer patria con las fuerza de nuestros brazos
mientras lo escuchaba
pensaba que debía haberme quedado con mi madre
allá en las aguas del pacifico.
Hasta que la noche se hizo presente y buenos aires me atrapo.
Me vi envuelto en una tribu de desacatados que trafican gestos de amor en lo cotidiano.
Este lugar es parte de mí, como lo es el cajón vibrante de los negros de chincha.
Como la mazamorra morada y el suspiro de una Lima
que no dejo de recordar.

Daniel Oblitas (Lima, 1983 - Buenos Aires, 2011)