jueves, 27 de octubre de 2011

Juan Ramón Jiménez: Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar...




Amistad

Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre adonde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al Pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo a través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredita que va, entre céspedes, a la Fuente vieja, que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos. Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.

Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada.

De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres.



La luna

Platero acaba de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.

Sobre el tejado, húmedo de las blanduras de septiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos.

Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.

Yo le dije a la luna:

Ma solo
ha questa luna in ciel, che da nessuna
cader fu vista mai se non in sogno

Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido blando, la oreja. Me miraba absorto y sacudía la otra….




La tísica

Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado, pero la pobre no podía.

—Cuando yego ar puente –me dijo-, ¡ya ve usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá!, me ahogo…

La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se cae, a veces, la brisa en el estío.

Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subida en él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos!

… Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar.

Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur.



Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881 – Puerto Rico, 1958)
De Platero y yo

miércoles, 26 de octubre de 2011

Lía Sosa: Nada pasa que no pase en uno




fast food

la chica
ronronea en la falda
del viejo
que no mira sus canas
y le muerde una pierna
y la come con papas
y le deja el vuelto




Egoísta

el mundo es una mierda
en un vaso medio lleno

hay que ser demasiado egoísta para estar
hay que ser demasiado egoísta para irse
hay que ser egoísta 



Las Rápidas

jadean de ansiedad y soledad
de falta de rituales
de ausencias derretidas
de terrenos baldíos
de jardines deliciosos

las rápidas

se pasean en combustión
de pústulas de oprobio
por falos

in
compro
metidos

las rápidas

¡pobres

las Rápidas!

Pobres nosotras




Uno

no hay parte de uno en que no vea grietas
por donde otros que no son otros
sino parte y todo en esto de lo que uno habla

mencionarse es acaso una tarea demasiado compleja para esta pobre /mente
tan llena de disputas inútiles  y cotidianas
avanzar?  avanzar hacia dónde y por qué?
cada segundo ganado a la muerte no es más que
otro sueño absurdo
cómo afirmar algo? cómo asegurar algún tipo de verdad?
si todo lo dicho comprende un pasado demasiado débil para el fluir /de mi conciencia
todo se acomoda desde un ahora cada vez distinto
aunque el cuerpo cruce los días
el tiempo es un misterio mayor que el movimiento de nuestras arrugas
nada pasa que no pase en uno





Pasado  

Me amaba, hasta que
el hedor del placard lo hizo huir.




Oración a San Judas Tadeo

Que una mirada quinta sinfonía
me perfore las corneas
y me arranque la minifalda
sin preámbulos ni preservativos.

Que se despeñe como Lenon en mi mirada de Yoko.

Que ni muerto pueda dejarme, al que ni muerta dejaría

Pero por sobre todo

que no tenga fin




Lía Sosa (13 de abril de 1981 -  Jujuy, Argentina)
Inéditos




lunes, 24 de octubre de 2011

Eugenio Montale: Sestear pálido y absorto



Los limones

Óyeme, los poetas laureados
se mueven solamente entre las plantas
de nombres poco usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos
casi secos acechan los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan ente el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.

Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga devorada por el cielo:
más nítido se escucha el susurrar
de las ramas amigas al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse del suelo
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí, de las pasiones apartadas
por milagro calla la guerra,
aquí también a los pobres nos toca nuestra parte 
         /de riqueza
y es el olor de los limones.

Mira, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen muy próximas
a traicionar su último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.
La mirada sondea a su alrededor,
la mente indaga, concuerda, desune
en el perfume que se propaga
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada Divinidad.

Mas desfallece la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos, en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se torna avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado,
entre los árboles de un patio
se nos aparece el amarillo de los limones,
y se deshiela el corazón
y retumban en nuestro pecho
sus canciones
las trompas de oro del esplendor solar.




En el silencio

Hoy hay huelga general.
No pasa nadie por la calle.
Sólo una radio portátil al otro lado de la pared.
Alguien debe vivir allí desde hace algunos días.
Me pregunto qué pasará con la producción.
La misma primavera tarda bastante en producirse.
Anticipadamente, han a apagado la calefacción.
Se han dado cuenta de que es inútil el servicio postal.
No es un gran mal el retraso de las funciones normales.
Es fatal que algún engranaje no engrane.
Hasta los muertos están agitados.
También ellos forman parte del silencio total.
Tú estás bajo una lápida. De nada vale despertarte
pues siempre estás despierta. Incluso hoy,
que hay sueño universal.




Sestear pálido y absorto…

Sestear pálido y absorto
junto al muro ardiente de un huerto;
escuchar entre espinos y zarzas
chasquidos de mirlos, susurros de víboras.

En las grietas del suelo o en la algarroba
espiar las filas de rojas hormigas
que se rompen o se entrecruzan
en la cima de minúsculas parvas.

Observar entre ramajes el palpitar
lejano de escamas de mar
mientras se elevan trémulos chillidos
de cigarras desde calvos montes.

Y caminando bajo el sol que deslumbra
sentir con triste maravilla
como es la vida entera y su penuria
en este andar bordeando una muralla
que encima tiene trozos filosos de botella.




La casa de los aduaneros

Tú no recuerdas la casa de los aduaneros
sobre el barranco a pico de la escollera.
Desolada te espera desde la noche
que en ella entró el enjambre de tus pensamientos
e inquieto se detuvo

El viento bate hace años los viejos muros
y no es alegre ya el sonido de tu risa;
la brújula se mueve enloquecida al acaso
y el azar de los dados ya no es más favorable.
Tú no recuerdas; otro tiempo distrae
tu memoria; un hilo se devana.

Aún sostengo un extremo; mas se aleja
la casa y sobre el techo la veleta
ennegrecida gira sin piedad.
Tengo un extremo; pero tú estás sola,
ni respiras aquí en la oscuridad

¡Oh el horizonte en fuga, donde se enciende,
rara, la luz del petrolero!
¿El paso es éste? (Nuevamente el oleaje
pulula sobre el barranco que se parte...)
Tú no recuerdas ya la casa de esta
noche mía. Y no sé quién se va ni quién se queda.




Tal vez una mañana

Tal vez una mañana caminando por un aire de /vidrio,
árido, volviéndome, veré hacerse el milagro:
la nada a mis espaldas, el vacío detrás
de mí, con terror de borracho.

Luego, como en una pantalla, se detendrán de /pronto
colinas, casas, árboles para el común engaño.
Pero será muy tarde, y yo me iré callado
en medio de los hombres que no se vuelven,
con mi secreto.
                  

Eugenio Montale (Génova 1896 – Milán 1981)
Traducción: Horacio Armani