viernes, 25 de mayo de 2012

La gota que horada la piedra








(La pared, Irene Gruss, Editorial Nudista, 2012)


Sin lenguaje no hay poesía, o mejor dicho, no hay poema. Sin embargo, cada poeta tiende a cuestionar esta relación, de por sí, conflictiva. Como si el lenguaje de la poesía, con sus reglas particulares y con toda su tradición, fuera, al mismo tiempo, un puente y un límite. La posibilidad de decir, al fin, algo verdadero,  o una recaída cantada en los lugares comunes y en la retórica.  Si no me equivoco, la poesía de Irene Gruss, desde sus primeros libros hasta ahora, viene “torciéndole -como diría Denise Levertov- el cuello al cisne” buscando una verdad que fuera, no el espejo, sino el complemento de la realidad. Su contracara y, por añadidura, un monitoreo constante de sus contradicciones.
A veces esta búsqueda se resuelve como  tema. El poema El tono, por ejemplo, gira alrededor de a esa pequeña batalla que todo poema,  entre lo que alcanza a decir y lo que no, pierde y gana cada vez. Cito: Mi voz dice lo que no quiere decir, / mi voz tiene otro tono / lo que quiero decir no lo dice / dice otra cosa. / Lo que no digo a veces lo dice mi voz / o el silencio, el mío, lo dice pero / no se entiende.
Otras veces, aparece directamente a través de un estilo que sufre, en carne propia, su imposibilidad. No importa de lo que se esté hablando, la frase de golpe se detiene y da un paso atrás, como si sonara una alarma donde se le advirtiera: Cuidado, lugar común, tierra habitada por la retórica, palabra hueca, frase hueca, fiasco. Es algo así como un vade retro  pero no dramático, más bien cómico. O tragicómico. En todo caso, la falsa llave no se oculta. Queda, todo el tiempo, ante nuestros ojos. Como una evidencia de verdad  (de verdad negativa por supuesto, pero verdad al fin). Desde ese instante, el poema es un poema y es un anti-poema también. Como un lirismo que, sometido a esta prueba de verdad, saliera fortalecido.
Hasta acá todo bien. El problema es que cada tanto, Irene escribe pequeños libros terribles  e inclasificables como el que hoy, sin ir más lejos, me toca presentar. Libros en lo que se encuentra todo lo anterior, pero además un hermetismo formal y una franca intención simbólica en donde lo que no se dice es tanto, o más importante, que lo que se dice. Pienso en su libro El asma. O en ese otro, En el brillo de uno, en el vidrio de uno, donde se lee en uno de sus fragmentos: Hay algo que no se deja ver / lo que quiso verse y lo que no se quiso. Y enseguida agrega, a modo de comentario: Cierta cobardía hay / en ese progresivo / dejar de ver / o cierto cansancio / de la vista. Sin embargo, ese deseo de ver  “algo que no se deja ver”, a pesar del cansancio, sigue intacto en este nuevo libro de Irene Gruss.
Desde el vamos, el sencillo título La pared, es una promesa de realidad, y es una trampa: parece proponer la larga y minuciosa construcción de un objeto real a través del lenguaje, a lo Francis Ponge, o, para decirlo con sus propias palabras: “la necesidad de rectificarse a favor de un objeto bruto”. Lo curioso, es que  en la escritura de Irene Gruss se da esto, y también otra cosa. Y es ahí, en esa otra cosa, donde la subjetividad se vuelve una antena que desbarata cualquier intención objetiva. El resultado: fragmentos, notas al pie; enunciados incompletos o, que al completarse, muestran inmediatamente las hilachas de una verdad parcial, siempre escurridiza. Sobre todo, por la intervención directa del yo (interpelándolo, algunas veces) frente el objeto en cuestión. En este caso “la pared”.
El primer poema del libro, para que se den una idea, empieza así: Le hablo a la pared. / Hay quien escribe poemas / en un muro y luego se despide, tira / la carbonilla a un lado. / Lo mío es hablarle siempre a la pared.  Es una afirmación, sobre la propia escritura, bastante fuerte; pero a la vez es un señuelo, como si dijera: Los otros, gente saludable, cuerda, escribe sobre una pared, luego tira la carbonilla a un costado y sigue, nomás, con su vida. Yo, en cambio, le hablo a la pared. ¿Mi hablar, mi escritura es, por eso mismo, insensata? Puede ser. De todos modos, no se detiene y va por más. Haciendo una pequeña variación sobre este primer verso, agrega al enunciado una sola palabra, una palabra aparentemente secundaria, un simple circunstancial, y el sentido, de inmediato, se altera. “Lo mío es hablarle siempre a la pared” dice. Y ya este verso, la palabra “siempre”, es una cuña que modifica, hasta lo infinito, la primera versión. Y este no es un procedimiento casual. Todo el poema (cada palabra, hasta la más pequeña, la más insignificante, como creía Amelia Roselli) es puesta en entredicho. Como si el poema manejara dos registros a la vez. Un contrapunto, donde una dicción le llevara  la contra, contradijera, de alguna forma, lo que dice el enunciado principal. 
Y de hecho, esta pared que es la escritura, en el poema siguiente da un salto brusco y se convierte en algo completamente distinto. Al primer verso (le hablo a la pared) ahora se le agrega un paréntesis, y dentro de ese paréntesis, una cita del Cyrano de Bergerac, donde leemos: Es más bello porque es inútil. ¿Qué cosa? ¿Amar? ¿Escribir? El poema no dice nada, no aclara esta cuestión, sólo deja flotando esa figura enigmática, la del Cyrano de Bergerac, y las cartas que alguna vez escribió, sin objeto, o mejor dicho, sin sujeto, sin yo, ya que pasan por el cuerpo de Cristian -el agraciado amante- al suyo propio y su infinita des-gracia. Y toda esta carga semántica dejada al pasar, a través de una frase aparentemente inocente.  
El poema, en realidad, no avanza; gira alrededor de  un mismo eje semántico. Como si hubiera encontrado en la metáfora de la pared, un símbolo que pudiera explicar todas, o casi todas, las cosas del universo. Y en particular, esa idea del No —de una negativa esencial— contra la que chocan cada una de nuestras palabras y nuestros actos. Y  también, como no podría ser de otra forma, su anverso: “Si no existiera, no sabría qué cosa decir”. Y ahí nomás, otra vez, la variación, la vuelta de tuerca: Si no estuviera allí, no sabría, dice. ¡Qué pasó? La frase, la primera frase, se trunca. Choca, de lleno, contra una pared. Y ya no se trata de un hallazgo conceptual, que en poesía es nada o casi nada, sino, a mi entender, de un logro estilístico, ante el cual me pregunto: esa pared, esa manera tan particular de limitar el fluir del discurso, de interrumpir la frase, volantearla, como quien dice, a último momento ¿no es una de las características principales en la poesía de Irene?  
Otra sería el tono, la voz. Una sintaxis ralentada que disminuye el avance de las palabras, desacelera el ritmo, aprovecha cada corte de verso para darle al sentido un vuelco asombroso, inesperado. Algo que, por otra parte, ya estaba en el lenguaje, y que el lenguaje mismo, consciente de sus veleidades retóricas, termina por destruir.
Pero volvamos (si es que alguna vez nos apartamos) a los poemas. A los 18 fragmentos que componen, muy ordenadamente, uno detrás del otro, en páginas distintas, La pared. No quiero ser pesimista, pero el texto, a medida que avanza, se oscurece. Por ejemplo, en el fragmento 4, nos dice: Corro hacia la orilla, / lo que pensabas o simplemente veías / como mar / no era. / El mar es una pared, dices. Así nomás, concluyente. Es decir, sin ninguna metáfora que nos distraiga de la realidad, donde el mar es, al fin de cuentas, sólo eso: una pared. Una pared infranqueable y horizontal que el lenguaje, en todo caso, tratará de reproducir, con su mayor su crudeza. De yapa, un palo concluyente para la lírica, la vana lírica del mar y el grillo, que la poesía de Irene Gruss no deja, nunca deja, de interpelar.  De hecho, hay otro texto socarrón, magnífico, que continúa con esta idea. Dice: La gota que horada la piedra: / te amo clau / evita vuelve / boca putos racing / corazón. Más escueto que eso, imposible. Y sin embargo,  no existe ninguna duda: esta inscripción real, antipoética, sobre la piedra, horada la piedra. Destruye las cristalizaciones verbales que algunos confunden con la poesía. Te amo clau / evita vuelve / boca putos racing / corazón…  Dirán algunos que eso no es poesía. Bueno, no importa. Pero es la gota que horada la piedra, y con eso alcanza..
Todo el tiempo, la poesía de Irene Gruss busca horadar, a partir de cierta irreverencia, el murmullo eterno del No, que es más claro que al agua, y porque es más claro, para variar, es también más oscuro. Entramos, como quien dice, en una zona de luto.
Leo algunos versos del fragmento XVII, el penúltimo: Frente a esa pared, restos descansan, dice. / de quién, qué resta hablar / a la pared. Y luego, unos versos más adelante: ... Paráfrasis/ no volverán golondrinas / ni padres ni el benteveo que percute la divina partitura / haya paz / descansen, descansen en paz…Y más adelante: nada que lamentar / ni un solo quejido ahora, chito. Es decir, el gran No, el perfecto No que todo lo concluye, se levanta, como una pared de agua, ante nuestros ojos. ¿Qué hacer? Recuerden el primer verso: Le hablo a la pared, decía. Y “la pared” es todas las paredes, pero es esta pared sobre todo, cubierta con cal viva. Del otro lado, seguramente, no hay nadie, no hay nada. No importa: Es más bello porque es inútil, dice.  Si hasta el mar, que era mi última esperanza, es una pared…  Entonces, no hay escapatoria… ¿O sí?  Lo cierto es que a último momento, el poema da, una vez, un giro imprevisto y muestra, como en un pase de magia (nada por aquí, nada por allá) su anverso. Y lo hace, me temo, con una extraña mezcla de ingenuidad y de risita siniestra.
Son dos versos nada más. Voy a citarlos textualmente. Dicen así: Y si la enredadera perenne que cree en la pared / dijera ¡Cuidado, las paredes oyen! Sólo eso. Y con esa advertencia, redactada al borde del precipicio, el yo lírico se retira, como si todo, o casi todo, hubiera sido una bufonada. Quiero decir ¿qué nos queda? El poema se abre, y se cierra, y vuelve abrirse, como una realidad que niega lo que afirma y se deslumbra con su contrario. ¿Para no caer en la trampa de la verdad? ¿O en esa otra trampa, acaso todavía más agobiante, de la poesía como salvación? En cualquier caso, la escritura de Irene Gruss pone el palo en la rueda. Desacraliza la retórica. Ordena el mundo y lo desordena a su antojo, hasta dejarlo, como nos dice en un poema hermoso, que da título a su segundo libro, incompleto.
Si me permiten, voy a leerles ese poema que describe, mejor que nadie, ese principio de incertidumbre con el que cierra este nuevo libro, La pared, y que atraviesa toda su poesía. Dice así: El reverso del mundo plagado de / margaritas / ondulantes, iluminadas. / El mundo, tal como es / difícilmente pueda completar / la llegada a las / ondulantes margaritas. / ¿Quién necesita esa flores / quién se queda en describirlas / tal como están, allá lejos, / quién sabe cómo son esas flores? / ¿Y si no son margaritas? / ¿Y si no se llega / si no se completa el mundo?  
Ambos poemas, La pared, El mundo incompleto, terminan con un interrogante, cuyo centro es la fe. Sólo que en este, su último libro, deja abierta la posibilidad de que detrás de esa gran negrura, pintada a la cal, haya algo, alguien, oyéndonos. Entonces, cada palabra escrita sobre la pared, tiene sentido. Pienso, enseguida, en una fábula de Esopo, donde al final, la enredadera que conoce y ama a la pared como si fuera su Dios, se asoma y le dice, a la poeta, y también a nosotros, que leemos el libro: Cuidado, las paredes oyen!  

Osvaldo Bossi