domingo, 25 de septiembre de 2011

Pier Paolo Pasolini: El resto es árida piedad



Al muchacho Codignola

Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,
pero no esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo
vacío: de aquellos que hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.
Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete
pueden, claro, encontrarse, balbuceando
ideas convergentes, sobre problemas
entre los que se abren dos décadas, toda una vida,
y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,
aridecida de llanto y deseo de estar solos,
revela su irremediable diferencia.
Y, además, tendré que hacer de poeta
padre, y entonces me replegaré sobre la ironía,
que te incomodará: al ser el de cuarenta
más alegre y joven que el de diecisiete,
él, ya dueño de la vida.
Más allá de esta apariencia, de este aspecto,
no tengo nada que decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo guardo apretado en el corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca torcida a fuerza de furia de sonrisas
de timidez, y los ojos que han perdido
su dulzura, como un higo agrio,
te parecerían el retrato
precisamente de esa madurez que te hace daño,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un coetáneo, simplemente entristecido
en la delgadez que le devora la carne?
Cuanto ha dado ya lo ha dado, el resto
es árida piedad.

Versión de Carlos Vitale


Al príncipe

Si regresa el sol, si cae la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una siesta de lluvia parece regresar
de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo,
ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:
ya no siento delante de mí toda la vida...
Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único modo
para que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para dar estilo al caos.
Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte
que se viene encima, en el ocaso de la juventud.
Pero por culpa también de este nuestro mundo humano
que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz.

Versión de Delfina Muschietti


Análisis tardío
(Fin de los años sesenta)

Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa; 
que todo aquello que toco ya lo he tocado; 
que soy prisionero de un interés indecente; 
que cada convalecencia es una recaída; 
que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo; 
que también el humorismo forma parte del bloque inamovible; 
que no hago otra cosa que reducir lo nuevo a lo antiguo; 
que no intento todavía reconocer quién soy; 
que he perdido hasta la antigua paciencia de orfebre; 
que la vejez hace resaltar por impaciencia sólo las miserias; 
que no saldré nunca de aquí por más que sonría; 
que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada; 
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola; 
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura; 
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.

Versión de Hugo Beccacece


Muerte

Vuelvo a ti, como vuelve
un emigrado a su país y lo redescubre:
he hecho fortuna (en el intelecto)
y soy feliz, tanto
como hace tiempo lo era, destituido por norma.
Una rabia negra de poesía en el pecho.
Una loca vejez de jovencito.
Antes tu alegría se confundía
con el terror, es verdad, y ahora
casi con otra alegría
lívida, árida: mi pasión decepcionada.
Ahora me das miedo de verdad,
porque estás de verdad cerca, incluida
en mi estado de rabia, de oscura
hambre, de ansia casi de criatura nueva.
Versión de Delfina Muschietti


La rabia

Camino sobre el portal del jardín, una pequeña
galería de piedra hundida a ras
de tierra, hacia el suburbano
huerto, abandonado aquí desde los días de Mameli,
con sus pinos, sus rosas, sus achicorias.
Alrededor, detrás de este paraíso de paisana
tranquilidad, aparecen
las fachadas amarillas de los rascacielos
fascistas, de las últimas obras,
y, debajo, más allá de un camino de gruesas lajas,
hay una caballeriza, sepulcral. Dormita
bajo el buen sol, un poco frío, el gran huerto
con la casita en medio, ochocentesca,
blanca, donde murió Mameli,
y un mirlo cantando, trama su intriga.

Este pobre jardín mío, todo
de piedra... Pero he comprado una adelfa
-nuevo orgullo de mi madre-
y tiestos de toda especie de flores
e incluso un muñequito de madera, un querubín
obediente y rosado, un poco malandra,
encontrado en Porta Portese, caminando
en busca de muebles para la nueva casa. Colores,
pocos, la estación es amarga: horas
de luz ligera, y verdes, todo los verdes...
Sólo un poco de rojo, torvo y espléndido,
semiescondido, amargo, sin alegría:
una rosa. Pende humilde
de su rama adolescente, como de una tronera,
tímido resto de un paraíso hecho añicos.

De cerca, es todavía más humilde, parece
una pobre cosa indefensa y desnuda,
una pura actitud
de la naturaleza, que se encuentra al aire, al sol,
viva, pero de una vida que la ilusiona
y la humilla, que la hace casi avergonzarse
de ser tan rústica
en su extrema ternura de flor.
Me acerco todavía más, siento su olor...
¡Ah, gritar es poco, y es poco callar:
nada puede expresar una existencia entera!
Renuncio a todo acto... Sé solamente
que en esta rosa sigo respirando,
un solo, mísero instante,
el olor de mi vida: el olor de mi madre...

¿Por qué no reacciono, por qué no tiemblo
de alegría, o gozo de una pura angustia?
¿Por qué no sé reconocer
este antiguo lazo de mi existencia?
Lo sé: porque en mí está ya contenido el demonio
de la rabia. Un pequeño, sordo, lóbrego
sentimiento que me intoxica:
agotamiento, digo, febril impaciencia
de los nervios: pero no es libre ya la conciencia.
El dolor que poco a poco de mí me aliena,
si yo me abandono apenas,
se despega de mí, se arremolina por su cuenta,
me late desacordado en las sienes,
me llena el corazón de pus,
no soy más el dueño de mi tiempo...

Nada habría podido, una vez, vencerme.
Estaba encerrado en mi vida como en el vientre
materno, en este ardiente
olor de humilde rosa mojada.
Pero luchaba por escaparme, allá, en la bella provincia
campestre, poeta veintiañero, siempre, siempre,
para sufrir desesperadamente,
desperadamente alegrarse... La lucha terminó
con la victoria. Mi existencia privada
no está encerrada entre los pétalos de una rosa
-una casa, una madre, una pasión afanosa.
Es pública. Hasta el mundo que me era desconocido,
me es cercano, familiar,
si es dado conocer, y poco a poco,
se me impuso, necesario, brutal.

No puedo ahora fingir que no lo sé:
o no saber cómo él me quiere.
Qué especie de amor
cuenta en esta relación, qué acuerdo infame,
No arde una llama en este infierno
de aridez, y este árido furor
que impide a mi corazón
reaccionar ante un perfume, es un escombro
de la pasión... Con casi cuarenta años,
me encuentro en la rabia, como un joven
que de sí sólo sabe que es nuevo,
y se encarniza contra el viejo mundo.
Y como un joven, sin piedad
o pudor, no escondo
este estado mío: no tendré paz, jamás


Versión de Jorge Aulicino


Pier Paolo Pasolini.(Bolonia, 1924 - Ostias, 1975)