V. Ernesto Rafael Guevara de la Serna
La lírica está muerta.
En esa foto
que dio la vuelta al mundo, en torno del cadáver
se ve una extraña compañía: tres
civiles (dos lo observan curiosos y el tercero
desvía la mirada); dos gendarmes
con cara de asustados; un fotógrafo
que aparece de espaldas, con tres cuartos del cuerpo
fuera de cuadro; y dos
oficiales que visten uniformes con galones:
uno mira a la cámara que le apunta el fotógrafo
mientras sostiene la cabeza inerte,
posando como un cazador con su trofeo;
el otro, que aparenta tener el mayor rango,
señala con el índice de su mano derecha
el lugar donde antes latía el corazón,
como si con su toque pudiera reanimarlo.
Con los ojos abiertos y la mirada clara,
el cuerpo pareciera querer incorporarse como un Lázaro
que volviese a la vida por un instante apenas,
para hundirse de nuevo, de inmediato,
en la muerte.
La lírica está muerta.
Y me imagino
lo que estarán diciendo quienes creían en ella
para justificarlo
(lo de siempre):
que no era ella la luz,
sino que había venido en testimonio de la luz;
que vino entre los suyos,
pero los suyos no la recibieron. Lo cierto es que fue así:
era de madrugada cuando la capturamos,
herida de un balazo en una pierna
luego de una emboscada que se había prolongado
del mediodía hasta muy tarde,
bien entrada la noche.
En esas condiciones, así y todo,
¾aparte de la pierna, el asma le oprimía
los pulmones¾, había persistido en el combate,
hasta que su fusil quedó inutilizado por completo
por un disparo que le destruyó el cañón;
además, la pistola que portaba tenía
el cargador vacío.
Trasladada al cuartel,
que era una escuela, al ser interrogada,
dijo que la belleza era paciencia
y nos habló del lirio ¾pero ¿cómo
es un lirio?, yo acá nunca vi uno¾,
y de cómo en el campo,
después de tantas noches bajo tierra,
del tallo verde a la corola blanca
irrumpe un día.
Pero por estas latitudes
todo crece en desorden, sin propósito,
y yo, que vine al mundo y me crié
salvajemente contra todo y a pesar de todo,
como el pasto que surge entre las grietas del asfalto
y que los coches pisan al pasar ¾pero acá
no tenemos caminos asfaltados, y autos casi no hay¾,
no la podía comprender, a ella que había nacido para todo,
un cálculo preciso de sus padres,
una inversión de cara hacia el futuro
¾el tiempo para ella era una flecha que avanzaba con conciencia
hacia su conclusión, mientras que para mí era un ciclo regulado
no por la urgencia del deseo ni las sordas impresiones del instinto,
sino más bien por algo sagrado, aunque remoto¾;
no podía entender que hubiera abandonado
lo que fuera que hubiese dejado atrás (¿la falta de propósito
de una existencia cómoda o tal vez el exceso
de determinación?) por venir a este páramo
en donde todo crece pero nada
abunda más que el hambre,
a dar vueltas en círculos y ver cómo caían uno a uno
los compañeros, en combate contra un adversario innumerable
pero infinitamente dividido, por la gloria
triunfante de una Idea: nosotros, que nacemos
en este rincón último,
en donde la naturaleza aún
existe separada de la voluntad del hombre,
aprendemos temprano en nuestras vidas que la libertad
no es cosa de este mundo, y que el amor
es acto y no potencia.
Pero no dije nada.
Después se hizo un silencio:
mientras la interrogábamos, nos había llegado
la orden de matarla. (Lo de las manos fue después de muerta,
pero yo no lo vi. Me contaron, incluso,
que habían ordenado cortarle la cabeza
y que alguien se negó).
Pasaron unas horas.
Un superior nos dijo que esperáramos
para ver si no había contraorden,
que no llegó (en la radio ya anunciaban su muerte).
Llegaba el mediodía. Había que matarla.
Y en cuanto al desenlace que tuvieron los hechos,
no es verdad lo que dicen: que no nos atrevíamos,
que nos emborracharon para darnos coraje,
y que ni así podíamos.
Nosotros simplemente
hicimos lo que nos habían ordenado;
entramos en el aula en donde la teníamos
y la matamos como se mata a un animal
para comer.
Ezequiel Zaidenwerg (Buenos Aires, Argentina – 1981)
De La lírica está muerta (Editorial Box. 2011)