miércoles, 30 de mayo de 2012

La administración del fuego: dos lecturas

El pasado viernes 25 de mayo, durante la presentación "sorpresa" del libro La adminiatación del fuego de Jorge Nuñez, dentro del ciclo de poesia Bueno Zaire, coordinado por Patricio Foglia, dos capos (Diego Materyn y  Juan Pablo Bonino) leyeron los textos (a mi entender, dos perlas literarias) que copio a continuación.




¿Qué revelaciones traerá la noche?

No hace falta llevar la cuenta. En estas setenta y siete páginas, la palabra ‘noche’ aparece varias veces, muchas veces, lo cual sin interpretar demasiado nos empuja a hablar de un libro nocturno. ¿Y de qué noche se trata? ¿De la simple franja horaria que media entre un día y otro día? ¿De la noche vacía y constante del hiperespacio? ¿La verdadera noche oscura del alma, donde, según Fitzgerald, son siempre las tres en punto de la mañana?
Tendrán que disculparme. Se me metió en la cabeza. No puedo dejar de ver en los poemas de Jorge Núñez una escritura que habla de la escritura, del acto mismo de escribir, de estar escribiendo, pasar un rato con la conciencia agazapada, frotando el lenguaje contra la realidad o contra sí mismo hasta sacarle alguna chispa. Oigo una voz que parece hablar de la noche como si ésta fuera suya, y creo que efectivamente lo es: la noche del poeta, noche privada, construida por él mismo a base de una espera... delicadísima. Así por lo menos leo yo uno de los poemas que abren el libro:

de murciélagos
que se hacen los muertos
para vivir
aprendí a esperar
a ver qué decide
sobre mí la noche
quieto tendido
como la empuñadura de un arma

Estado de atención (alguien escucha los ruidos de una casa vacía), de alerta minuciosa que exige ante todo quietud y silencio, otras dos palabritas que reaparecen a lo largo de estas páginas. Por otro lado, habla una voz. ¿De qué clase? Tal vez sea parsimoniosa, contenida, por momentos cavernosa y terrible, pero no nos olvidemos: es una voz en éxtasis, fascinada y espantada por su descubrimiento: el estado de escritura, una actividad que es también un lugar (pero fuera del espacio) y es también un tiempo (pero fuera del horario). Está fascinada por su propia capacidad de ejercer la paciencia. Está espantada como un chico que vuela de fiebre por primera vez y piensa “esto también soy yo”. Y para colmo está solo, solo, solo, sin grupos de gente alrededor y ni siquiera el recuerdo de una compañía, porque esta condición, para el poeta, es indispensable en su calidad de esperador. Es que no basta quedarse solo para alcanzar la soledad. A la soledad hay que perfeccionarla. Apretarse en un nicho donde quepa una sola conciencia. Esta carta de Rilke podría haberla escrito Jorge: “hace semanas que no pronuncio una palabra; al fin, mi soledad se cierra, y estoy en el trabajo como el carozo en el fruto”.
Los poemas de Jorge tienen para mí una virtud alucinante: dan ganas de ponerse a escribir. No para pedirle prestado un tema o copiarle una fórmula, sino porque acercarse su libro a la nariz es ya sintonizar con ese, llamémoslo así, estado nocturno que propone, y que no es sino un estado de atención receptiva a los menores movimientos del espíritu. Leemos, y ya estamos a un paso de estar escribiendo nosotros. Con el libro de Jorge en una mano y un lápiz en la otra nos volvemos ese francotirador del poema Las armas, aquél que tiende frente a sí un reguero de silencio y se dedica a esperar, insomne. (Habría que inventar el cuaderno y el lápiz que permiten escribir bajo el agua, para aquellos que únicamente bajo la ducha se admiten solos.) ¡Quién hubiera pensado que una espera podía cultivarse tanto! Es que tal vez haya palabras que aprendimos de niños y en las que aún se puede, aún hoy, descubrir un nuevo pliegue. ¿Hasta dónde puede significar una palabra? Esperar... esperar... esperar. Según Kafka, por la impaciencia perdimos el Paraíso, y por la impaciencia es que no volvemos a él. ¿Andará por ahí la ambición de Jorge y de todos los escritores que aguantan sin parpadear? ¿Recuperar algunas gotas del rocío del Edén? ¿Qué revelaciones traerá la noche? En el poema Otro incendio se dice esto: “llegar a ver entre rendijas / (una sola vez y para siempre) / la luz inescrita que se reduce a cero.”
Y parece que algo vio. Las secciones cuarta y quinta (Esquirlas y Corazonadas) son las más luminosas del libro. Antes, el poeta se vistió de minero, de marinero y de soldado, acostumbró sus ojos a la oscuridad y sus oídos al silencio, bajó a regiones subterráneas y se internó en montañas de basura. Ahora vuelve atiborrado de hallazgos, pepitas de belleza que hacen guiños sin que nadie las mueva. Y si no miren, miren este árbol que es y no es de este planeta:
recuerdo un árbol
recortado en el horizonte
y con estruendo su copa
desintegrarse en el vuelo
de cientos de pájaros espantados
fue la primera vez que vi
a un espíritu abandonar su cuerpo

Veinticuatro quilates de belleza, tan pura y concentrada que hasta una coma o una mayúscula podrían estropearla. Objetos de este mundo, pero vistos por dos ojos acostumbrados a la oscuridad de otro. ¿Se puede volver a ver un colibrí de la misma manera, después de haber sido invitados a verlo desde la óptica de Jorge Núñez? Pienso que estas dos secciones del libro bien podrían subtitularse como algunos de sus versos. Por ejemplo: “El sol a veces nos ilumina” o “Buscadores de tesoros” o “Fascinados por el destello” o “Todos incandescentes”. En general, son poemas celebratorios, donde se hace patente la afinidad de Jorge con su amigo Osvaldo Bossi, maestro en detectar la fragilidad de la belleza y la belleza de la fragilidad.
Observo en el poemario un movimiento que va de la oscuridad hacia la luz, no en términos anímicos o morales, sino en la lógica de un proceso. Primeramente el poeta se acomoda, nos da cuenta de un sitio que lo deja perplejo y describe también esa perplejidad. Luego, la belleza. Todos partimos de un punto único hace miles de millones de años; la mirada ultraperceptiva advierte hoy los vestigios de aquella gran explosión (de allí las “esquirlas” del título). Pero da gusto volver atrás, releer las páginas “oscuras” donde el poeta está probando, excavando, zarpando al vacío, atento a lo que quiera traer la noche de altamar que él mismo invocó. A veces también invoca tormentas, y remolinos, y naufragios. Sobre esa experiencia extrema habla el poema Bitácora: “sobreviví con lo que tenía a mano / mi idea fue verter en la botella el mar”. En la botella el mar... ¿No es ésta una descripción perfecta del hermoso fracaso de toda escritura?

                                                                          Diego Materyn


El relámpago que huye

Estos poemas imaginan un espacio anterior a la música y al silencio, una arquitectura tallada a mano, en donde cada objeto que se nombra es inmediatamente velado, como si un ciego quisiera descubrirlo estirándose el párpado, y sin embargo lo único que hay son fragmentos de sombras que se deslizan y huyen. En estos poemas, la experiencia de lectura, se trastoca y se convierte, en un viaje donde se atraviesan largas distancias a una gran velocidad. Quizá se podría decir que los textos están cubiertos por una capa de hermetismo, pero cuando se desgrana cada poema en una relectura, lo que se advierte es una condensación de sentido maravillosa que elude el significado y sin embargo, lo apuntala. Por eso en uno de los primeros poemas dice: “quieto tendido / como la empuñadora de un arma”. En la estética que propone Jorge Núñez en La administración del fuego, hay un extraño equilibrio entre tensión y reposo que desemboca en algo que es difícil de atisbar. Quizá pueda ayudarnos a iluminar estos poemas y alejarlos de la oscuridad, aquello que dijo Pedro Salinas: “La poesía se explica sola; sino no se explica. Todo comentario a una poesía se refiere a los elementos circundantes a ella, estilo, lenguaje, sentimientos, aspiración, pero no a la poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto”.
Con un tono seco y agudo que tiene reminiscencias de impresiones de viaje, Jorge Nuñez construye poemas en cuyos pequeños universos se revelan aquellas imágenes que después de un tiempo de estar atesoradas en la memoria, vuelven a emerger para ocultar su significado, y poner en primer plano la imposibilidad de decir. Así en Lejos, dice: “no creí llegar nunca / a nada tan callado / ni que alguna forma de su herrumbe / me dijera decilo”. De este modo, estamos ante los límites que impone la inmersión en el lenguaje, por eso las imágenes en este libro relampaguean en el aire y a veces es díficil asociarlas a alguna acción narrativa, porque ésta, casi siempre está diluida por la fotografía que estalla en un primer plano. Hay un poema que tal vez ilustre lo que estoy diciendo: “está probado / que la luz y el sonido se distancian / a medida que atraviesan el aire / algo parecido pasa / cuando huimos por el estruendo / y nos quedamos atrás / fascinados por el destello”. Los poemas emanan una luz que se apaga apenas intentamos capturarla con el ojo, o quizá sea lo contrario, que el brillo que resplandece en los textos, haga del ojo un lugar enceguecido.
En este libro, la poética está ligada a una economía de la tala, como si buscara despojar a los poemas de cualquier elemento que no constituya su centro. Hay un extraño virtuosismo de la escasez, y de este modo, cada palabra adquiere una relevancia extraordinaria en una estructura que se tensiona y, a medida que se desmenuzan los versos,  revela una música muy personal. Así en Las hormigas, se lee: “en épocas de poda / la ciudad se cubre con la sombra / de los edificios más altos / abajo las hormigas / se agolpan en caminos estrechos / fervientes unas sobre otras / corren detrás de incontables mercancías / mientras tanto los árboles / se repliegan como discretos invitados / llevándose a las profundidas / lo mejor de nuestra primavera”. Acá, como en otros poemas del libro que son antológicos, se presenta un paisaje urbano, pero la mirada se posa en cada objeto como una máquina de registrar analogías, y así se despliega una imagen tras otra, hasta confluir en ese misterioro repligue final, donde también se acaba el poema, ya que todo ha sido, en un movimiento doble, arrasado y guardado.
A lo largo de casi todo el libro hay una percepción muy personal del detalle, algo así como si la tarea del poeta fuera descubrir los secretos efímeros que duran apenas unos segundos en la naturaleza, pero a diferencia de ésta, en la poesía, afortunadamente, el tiempo puede suspenderse, extenderse en una continuidad, y hacer de esa pequeñez, un universo formidable. De este manera, surge un modo de mirar cuya finalidad es detener aquello que huye. La quinta parte del libro comienza con un poema titulado Colibrí, lo cito: “lo dulce en el fondo / de la flor / no tiene desperdicio / pero llegar con una mínima lengua / aprovechar toda la oportunidad / el cáliz / sin tocar los pétalos / a duras penas alcanza / para reponer lo que se pierde / en el esfuerzo de mantenerse / en vilo / ese pico curvado no sabe cantar / no dice lo que arriesga / en su lucha aérea / ni explica qué lo sostiene / más allá de sus alas / todas esas cosas suspendidas / sobre la tierra / su denodada belleza / debatiéndose por permanecer”. En este poema los versos demoran la escena, la estiran, la vuelven infinita, como si se intentara distorsionar la fugacidad de un hecho breve y hacer de él, una larga película, porque es como si quisiera decir que la duración de un instante no depende del tiempo de los relojes, sino de la intensidad de la impresión y del vínculo que tengamos con ella.
Los poemas de este libro están construidos a partir del contrapunto maravilloso entre una sintaxis cristalina y de versos generalmente breves, junto a un hermetismo que por instantes se rompe y relampaguea, y prodiga la luz donde refulge el sentido apenas un momento, para después apagarse en la espesa oscuridad que los hace retornar al misterio.

                                                                     Juan Pablo Bonino